“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

martes, 14 de agosto de 2012

Aquellos maravillosos "90s"

Hay quien dice que los años noventa hicieron mucho daño, mucho. Me imagino que este dicho se referirá a la forma de vestir, por supuesto.Yo nací en el noventa y cuatro, y aunque cualquier tiempo pasado no tiene por qué ser mejor, la verdad es que echo de menos aquella década en la que las mujeres lucían flequillos XXL y Britney Spears sonaba en la radio a todas horas. Y que conste que ni me gusta Britney Spears ni soy muy amiga de dejarme flequillo. Es una cuesión de nostalgia, de añoranza. Las letras de las canciones -desprovistas de la violencia del llamado "reggaeton"- tenían letras amables (a veces un tanto insulsas) que  invitaban a dejarse llevar.  La industria "Disney", desconocida entonces para Hannah Montana y los hermanos "JB" estaba en su esplendor con éxitos como "Pocahontas" o "El rey León", clásicos llenos de fantasía que  estaban a años luz de los filmes superficiales y comerciales que se hacen hoy en día para los más pequeños. Los niños alucinábamos con veinte duros, aún jugábamos en las calles y no nos daba vergüenza ver los dibujos animados a los ocho años. Éramos seguidores de "La Banda del patio", "Digimon", "Sakura", "Sailor Moon", "Pepper Ann" y un larguísimo etcétera. Hoy "Los Lunnis" y los "Gormiti" se adueñan de las televisiones, pero jamás podrán igualar a sus predecesores. 


"Ella baila sola" le cantaba a los amores rotos, "The Corrs" eran cada vez más famosos y los acordes de "Queen" aún retumbaban en los grandes estadios. Hoy un tal "Pitbull" martiriza a un entregado quórum que se sabe al dedillo sus "magistrales" composiciones. Y esto, señores, no es cuestión de gustos o de opinión personal. Es una cuestión de ética, de moralidad. Yo, por más bailable que sea, me niego a escuchar una canción en la que una mujer  es denigrada en todos los sentidos.

En los noventa vestíamos chándals horteras (muy horteras) y a las niñas nos ponían vestiditos con florecillas. Resultaba extraño que un niño de cinco años pronunciase palabrota alguna, y te empezaban a instruir en temas de contenido sexual a eso de los diez años. Hoy, los niños de seis añitos saben lo que es un "gilipollas", un "hijo de..." y, por supuesto, un "cabrón". La inocencia se extingue cada vez más tempranamente, y a muchos padres parece darles igual. 

Antes "flipábamos en colores" viendo "Megatrix" o "El Gran Prix" merendando "Phoskitos" o bocadillos de jamón. Ahora, las televisiones han creido más conveniente suprimir en gran medida la programación infantil y sustituirla por una señora rodeada de una corte de payasos -que dícense periodistas- de un tal "Sálvame". Pobre de aquella inocente criatura  que una tarde cualquiera se tope con semejante aberración televisiva mientras merienda.



Cada época está condicionada por una serie de circunstancias culturales, sociológicas, económicas... El siglo XXI también ha traido consigo infinidad de avances tecnológicos, ha sepultado muchos de los grandes errores del siglo veinte y ha desterrado en gran medida ciertas normas morales que nos han permitido convertirnos en una sociedad más moderna y avanzada, aunque aún nos queda un gran camino por recorrer. Pero claro, analizas la situación actual en su conjunto, te das cuenta de que los niños pequeños ya no son tan niños, y te preguntas si son ellos los que están creciendo demasiado rápido o si eres tú la que tardó en hacerlo. ¿Qué hay de malo en seguir siendo niño, en creer en los Reyes Magos, en ver dibujos animados, en taparte con una sábana por temor a que cualquier monstruo nocturno te secuestre, en dejarte la garganta cantando el "opening" de tu serie favorita, en coleccionar cromos o en teñirle el pelo con rotuladores a tu muñeca? 

Reivindico el derecho de los niños de hoy en día a seguir siendo niños, a no avergonzarse al hacer aquello que hoy en día se considera infantil y atrasado. Yo no sé si los niños de los noventa éramos más espabilados que los de ahora o no, pero lo que sí sé es que no nos hacía falta ningún iPhone ni insultar valientemente a la profesora para experimentar la indescriptible sensación de mancharnos la ropa de los domingos en el parque o de correr en el "Pilla, pilla" como si no hubiera mañana. Cada vez me queda más claro que la felicidad no se compra con dinero y que ser niño es el mejor oficio del mundo. Lástima que a veces se nos olvide.