“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

lunes, 29 de abril de 2013

Inconformista Martina

Martina se levantó a las siete de la mañana, deseosa de encontrar al fin una solución a ese paro obligado que arrastraba desde hacía seis meses. Lentamente, abrió el grifo del agua fría y sus poros despertaron ante la caricia helada que le procuraban sus manos. Se miró al espejo. Tenía algunas ojeras, pues no había dormido nada, y su rostro parecía apagado. Tendría que echar mano al maquillaje para hacer un milagro... otra vez.

Se bebió el café caliente a pequeños sorbos, quemándose la lengua, y se puso el traje gris de rayas que lucía en todas las entrevistas. Despertó a Donna con una suave caricia que la gatita respondió con un pequeño maullido, y trató de desenredar su pelo. El peine luchaba incansablemente por desenmarañar esos rizos pelirrojos que a Martina le habían dado tantos quebraderos de cabeza. Cansada, optó por recogerse el pelo y cubrió sus ojeras con corrector.

Antes de salir de casa, abrió las persianas y comprobó las reservas de comida que a duras penas subsistían en la nevera. Era final de mes, y se notaba. Claro que se notaba. Estaba cansada de dejar su currícilum en miles de empresas que probablemente no la llamarían, y comenzaba a creer que nunca conseguiría un empleo. Cansada. Estaba cansada de vestir ese traje gris serio y aburrido, de fingir simpatía ante sus entrevistadores tras haber comprobado que el resto de aspirantes habían sido despachados con mucha menos elegancia. Estaba cansada de coger el metro, de aguantar la pesadez de esa muchedumbre que se dirigía en masa a su lugar de trabajo, de llevar a cuestas un título de Licenciada en Empresariales que más bien parecía una condena. Martina nunca quiso estudiar empresariales, pero no le quedó más remedio. Nunca obtuvo una beca lo suficientemente cuantiosa como para estudiar Bellas Artes en otra ciudad, una carrera costosa y alejada de un futuro laboral estable, según le decían muchos. Pero, ¿qué importaba eso ahora? Tenía veinticinco años, una carrera, un máster y tres idiomas en su currículum. Pero también tenía sueños, ilusiones y esperanzas. El gris de la rutina diaria, de la monotonía, en nada se parecía a ese universo de colores que imaginó al comienzo de la Universidad, cuando el hastío aún no se había apoderado de ella, cuando aún tenía ganas de romper moldes y sacar a relucir sus pinceles. 

Martina se miró al espejo por última vez antes de salir, y suspiró. Los pantalones le apretaban demasiado, y con ese recogido improvisado que se había hecho, cansada de luchar con sus rizos, parecía mucho mayor. El maquillaje, precozmente acartonado, asfixiaba su rostro, y a duras penas ocultaba los estragos que el cansancio y los nervios de la noche anterior habían marcado sobre su piel. Odiaba ese maletín negro de piel que portaba diez copias de su currículum, y los zapatos le estaban pequeños, y hacían que le dolieran los pies. El cuello de la camisa hacía que le picara la espalda, y las lentillas le estaban provocando una irritación en los ojos que estaba despertando sus instintos asesinos por momentos. Y entonces, al verse tan patética, tan absurdamente disfrazada de alguien que no era, tan hipócrita, tan desleal a sí misma y a lo que realmente deseaba hacer, tomó una decisión. Se quitó el traje, se soltó el pelo, se deshizo de los zapatos con un par de patadas y se puso sus gafas de siempre. Guardó el maletín en el armario del trastero, se puso una camiseta de Pink Floyd y unos pantalones morados, sus zapatillas de la suerte, y se colgó al hombro la mochila que antaño la acompañó en mil y una aventuras. Entonces, le dejó algo de comida a su gatita Donna, cogió un estuche con carboncillos y un bloc de dibujo, y se montó sobre su bici. Pedaleó sin descanso, olvidándose de la entrevista de trabajo, de las años de estudio, de ese máster que le había costado una pasta y que aborreció hasta el mismo día que acabó, y se perdió por las calles de su ciudad, libre al fin. Estaba decidida a hacer lo que siempre había querido hacer, a estudiar Bellas Artes en cualquier otra ciudad tirando de cualquier beca y de la ayuda que le pudiera proporcionar algún que otro empleo de verano. Y, sobre todo, estaba decidida a ser ella misma por primera vez en mucho tiempo. Sabía que pasaría hambre, que sería duro, y que el futuro que le esperaba estaba muy alejado de los cómodos -y fríos- sillones de piel de una oficina y del tecleo incesante de un ordenador... y por eso le gustaba tanto.

Dejó de pedalear, y se detuvo frente al faro. 

Ahora sí... había mucho trabajo por hacer.