“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

viernes, 21 de febrero de 2014

Volar


Eran las cinco de la mañana cuando Raquel encendió el octavo cigarrillo y le dio un trago largo a la botella de Black Daniels. Estaba sentada sobre el alféizar de la ventana, mirando a un cielo difícilmente estrellado por culpa de la contaminación en el que, sin embargo, una inmensa luna brillaba con luz propia. Javier la observaba desde el otro lado de la habitación, tumbado sobre la cama con una media sonrisa.

−Deberías venirte a la cama.

Ella giró su rostro lentamente hacia él, y sonrió maliciosamente. Misteriosa, se levantó y dirigió sus pasos hacia el chico, como un gato moviéndose en mitad de la noche. Le dio una calada al cigarrillo y comenzó a acariciar sus cabellos con la mano izquierda. El humo del tabaco envolvía el ambiente, trazando círculos sensuales que enmarcaban el cuerpo menudo pero imponente de Raquel. Ambos comenzaron a besarse apasionadamente… y cayeron.

Se conocieron dos semanas antes en un bar de copas. Javier no era un buen tipo, y Raquel aparentaba no darse cuenta de ello. Con mirada felina vigilaba cada uno de sus movimientos, insinuándose al ritmo de la música e instándole a invitarle a la última copa, quizás la penúltima. Pocos sabían que Javier se dedicaba a traficar con cocaína, y los que no lo sabían lo intuían. Aunque atractivo, su mirada intimidatoria y las compañías que frecuentaba revelaban que no era alguien de quien cualquiera se pudiera fiar. Incluso se rumoreaba que pasó una buena temporada en la cárcel por una pelea que terminó a navajazos a la salida de un club de alterne. Sin embargo, todos hacían la vista gorda y nadie le negaba la entrada en ningún establecimiento. Javier era sinónimo de una clientela selecta, inmensamente adinerada, aunque no por ello exenta de vicios y fichajes policiales.

Raquel tenía muy claro que aquel hombre sería su siguiente objetivo. Investigó sobre su vida y su pasado más reciente, contactó con sus amistades y le siguió la pista durante una larga temporada, hasta que finalmente decidió lanzarse. Está rayando la frontera entre el amor y la obsesión, comentaban por ahí.  Él no tardó en rendirse a sus encantos, ¿quién podría no haberlo hecho? Una mujer joven, sensual, rebelde, atractiva y dispuesta a pasar un buen rato sin compromiso era una presa demasiado fácil.

Sus caderas balanceándose, sus brazos rodeando su cuello, su aliento quemándole la piel, sus ojos verdes desnudando sus pensamientos, su pupila sedienta, clavada en él. Las insinuaciones precedieron a las carcajadas a pleno pulmón intercaladas con tragos de whiskey y el humo de los pitillos. Una copa, y otra, y tal vez otra más. Y qué guapa eres, y tú qué interesante, y qué ojos más profundos, pero mira que estás buena.

Terminaron en el coche de Javier, rumbo a su apartamento. Raquel miraba por la ventanilla, respirando el aire nocturno, sintiendo el fresco de la noche en la cara. Javier la miraba de reojo. Había dejado a sus contactos al mando de los encargos de la noche, y nadie le esperaba en casa. Tenía a una tía impresionante sentada en el asiento del copiloto, dispuesta a ser sólo para él, a hacer absolutamente todo lo que él le pidiera. Aquella noche prometía.

Llegaron al piso entre carcajadas. Ella con los zapatos de tacón en la mano, él con la chaqueta a las espaldas. Comenzó Raquel a desnudarse, voraz, intrépida y exultante. Javier la contemplaba desde el marco de la puerta, como el león que observa a su presa antes de lanzarse a su cuello. Y, efectivamente, se lanzó sobre ella sin escrúpulos, buscando saciar esa sed de pasión que llevaba sintiendo toda la noche.

A las cinco de la mañana, mientras Javier dormía, Raquel se levantó de la cama. Había llegado el momento que había estado esperando durante tanto tiempo, pero debía actuar con cautela. Cogió de la mesita de noche la botella de Black Daniels y el paquete de cigarrillos, y los colocó sobre el alféizar de la ventana. Después se encaminó hacia su bolso, rellenó la jeringuilla con una fuerte dosis de PEN TOTAL 2000 y la guardó en el cajón de la mesita. Seguidamente, se sentó, encendió el octavo pitillo y esperó a que Javier despertara. Justo entonces podría hacer lo que tanto había deseado.

Javier la encontró así, sumida en sus pensamientos, fumando de nuevo, como si se tratara de una chiquilla inocente que estaba en sus manos. Sólo para él. Se sintió extremadamente poderoso, y experimentó el deseo de volver a conseguir que nada se interpusiera entre su piel y la de ella.

−Deberías venirte a la cama.

Y cayeron, con esa sensualidad que Raquel fingía astutamente y que Javier aceptó como el mejor de los placebos. Minutos después, él volvió a quedarse dormido. Ella se había encargado de narcotizarlo con pequeñas dosis durante toda la noche, introduciendo los polvos mágicos en sus copas. Una, otra, y tal vez otra copa. Cuando despertó al cabo de una hora, Raquel se encontraba a los pies de la cama, totalmente vestida y de brazos cruzados.

−¿Qué pasa, princesa? Anda, vuelve a la cama –musitó Javier al encontrarla en una postura tan erguida.
Al ver que ella no reaccionaba, se levantó y comenzó a besarle el cuello y a manosearle el pecho. Raquel reprimió una arcada. Había tenido que acostarse dos veces con aquel impresentable, pero no podía reprimir el asco cada vez que se acercaba a ella. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos durante las dos últimas semanas por aparentar que estaba totalmente enamorada de él. Esa noche Javier la notaba fría y hierática, y decidió valerse de sus propios medios para hacerla entrar en calor.

−Princesa, como no vuelvas a la cama me voy a enfadar -sentenció con voz juguetona. –Ya sé lo que te pasa. Tú lo que quieres es divertirte un poco, ¿verdad? No te preocupes, cariño, que Javier tiene exactamente lo que necesitas para olvidarte de todo… y volar.

Sonrió él maliciosamente y sacó del bolsillo de la chaqueta tirada al suelo un sobrecito transparente que contenía una sustancia blanca. Javier lo agitó un par de veces, mirando a Raquel a los ojos. Ella permanecía impasible, esforzándose por no escupirle en la cara.

−Vamos, prueba un poco de esto. Te sentará bien…

Apenas se aproximó dos pasos a Raquel, ella lo agarró fuertemente por el cuello y acercó su boca a su oído.

−Escúchame bien, hijo de puta. Hace media hora te he inyectado una dosis de PEN TOTAL 2000 suficiente como para que te vayas al otro barrio dentro de unos quince minutos. Podría haber utilizado un método mucho más rápido, pero no quería mancharme las manos con un bastardo como tú. Además, quería tenerte frente a frente, decirte a la cara todo lo que llevo nueve años callándome.
Javier tenía los ojos completamente abiertos y las pupilas dilatadas. Su pulso comenzó a acelerarse cada vez con más rapidez, y los sonidos que le llegaban del exterior eran cada vez más difusos. Sin embargo, pudo escuchar las palabras de Raquel y alcanzó a arremeter contra ella a la par que descendía lentamente hacia el suelo.

−¡¿Qué has hecho, estúpida?! –sentenció mientras tosía con insistencia y respiraba cada vez más aceleradamente.

−La noche del veinticinco de mayo del dos mil cinco te cruzaste con una niña rubia, delgada, de diecisiete años, que celebraba su fiesta de fin de curso con sus compañeros del instituto. Estaban en un sitio tranquilo, para chicos de su edad, alejados de la gentuza como tú que se dedica a destrozar vidas ajenas. Los padres de la chica acababan de divorciarse, y ella había estado muy, pero que muy jodida durante los últimos meses. Aquella noche salió a divertirse por primera vez en meses, y todo iba bien hasta que tú, valiente cabrón, te acercaste a ella tratando de seducirla, con esa media sonrisa de chulo que tienes. –Raquel le escupió con desprecio y le propinó una patada en el estómago.

Javier se retorcía en el suelo. Casi había perdido la consciencia, pero el eco de la voz de Raquel, aunque lejano, llegaba a sus oídos como el fluir de la conciencia antes de que la muerte segara su vida.

−La llevaste a un lugar apartado, trataste de ganarte su confianza y conseguiste venderle una bolsa con diez gramos de cocaína. La probó, y por primera vez en mucho tiempo se sintió feliz, liberada, como si fuera capaz de volar. –Raquel pronunció esta última palabra con sorna, acariciando lentamente cada letra con la lengua. Tomó aire, y continuó con su discurso acelerado- Durante los meses siguientes siguió consumiendo cada vez más, robándoles dinero a sus padres  con una facilidad sorprendente. Esa chica feliz, despreocupada y noble que un día fue había desaparecido, las drogas se la habían llevado con ella. Su familia descubrió lo que sucedía y decidieron llevarla a un centro de rehabilitación. Sin embargo, ya era demasiado tarde. La misma mañana de su traslado, cuando su madre entró en su habitación para recogerla, no la encontró allí. Miró en todas direcciones, pero su hija no se encontraba dentro. Había varias rayas blancas sobre la mesa de escritorio, y una nota escrita con una maltrecha caligrafía justo al lado. “Lo siento”, decía esa nota. –Raquel sollozó y estrujó con fuerza las mejillas de Javier, obligando a mirarla fijamente a los ojos- La madre, fuera de sí, volvió a mirar en todas direcciones, buscando algún indicio que la llevara a su hija. Y entonces, observó que la ventaba estaba abierta de par en par. Con el corazón en un puño, se asomó lentamente, ¿y sabes qué vio?

Javier estaba en las últimas. Apretaba con fuerza la muñeca de Raquel, mientras la miraba fijamente a los ojos, unos ojos inmensos que expresaban rabia, dolor y desprecio.

−¿¡Sabes que vio, maldito cabrón!? Vio el cuerpo de su hija en el jardín trasero, bañado en sangre. La noche anterior se metió una dosis tan grande que quiso alejarse de la realidad en la que había estado viviendo durante meses, de las peleas en casa y las visitas a los juzgados. Quiso volar… y se tiró por la ventana una noche de hoy hace justo nueve años. Quiso volar como un pájaro, sólo que ella nunca fue libre. Encontraron a su madre sentada en el alféizar de la ventana, con las manos cubriendo su rostro, llorando amargamente. “Mi hija ha muerto”, alcanzó a decir entre sollozos. ¿Y sabes quién era su hija? ¿¡Lo sabes!?

−N…no…no lo sé-musitó Javier con un hilo de voz.

−Su hija era Beatriz Galeón García, una niña que nunca le había hecho daño a nadie, una alumna excelente y una amiga cariñosa e incondicional… pero, por encima de todo, Beatriz era mi hermana pequeña, y te juro por ella que te vas a pudrir en el mismo infierno, y que te va a faltar eternidad para pagar por lo que has hecho.



Javier miró fijamente a Raquel antes de exhalar su último suspiro. Raquel se levantó lentamente, sacó una nota de suicidio del bolso y la dejó sobre la mesita de noche. Sin embargo, sabía que aquella coartada nunca funcionaría, pues había demasiadas huellas suyas en aquella habitación. Tal vez huiría del país y empezaría una nueva vida en otro país, con otra identidad. Y así, podría vivir aquello que Beatriz nunca pudo lograr, la vida que, como a tantas personas, le fue negada una noche en la intimidad de su habitación, mientras se entregaba al cielo nocturno y volaba.