“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

domingo, 5 de octubre de 2014

Hasta Siempre

Última "canción" después de más de tres años y varias vivencias, quién lo iba a decir.

Hace tiempo que escribir en este lugar al que tanto cariño le tengo ya no me inspira como un día lo hizo. Las personas cambiamos, evolucionamos con el paso del tiempo y abrimos y cerramos etapas de nuestra vida. Abrí este blog porque sentía la necesidad de compartir mis ideas, pensamientos y quebraderos de cabeza con algún lector de a bordo que se prestara a ponerse frente a la pantalla para leer a una chica de diecisiete años. "Canciones de Madrugada" (iba a escribir "de Madriguera" jajaja, hasta para despedirme saco mi lado monguer) ha sido una experiencia muy bonita, y no lo digo por decir. En serio. Me ha permitido conocer a cuatro personas, amigos ya, a los que les tengo un inmenso cariño. Gracias a Naar, esa hermana mayor que siempre quise tener, por los consejos, la paciencia y las risas. A "las hortalizas", Pimiento y Tomate, por el cachondeo, las bromas y los momentos absurdos. Y Gracias a Jose, (en su día "Cartas a mi Futuro Yo") por ser otro hermano mayor, por tantos momentos buenos compartidos (y comentando Cuéntame, of course!). Pero ojo, que no me estoy despidiendo de vosotros. Os conocí gracias a este blog, y espero que nuestra amistad dure muchos años más, porque creo que merece la pena. Si no, ¿de qué me iba a ver yo subida en un tren rumbo a Granada para conocer en persona a gente con la que sólo me había escrito? ¿De qué me iba a ver yo en mitad del desierto almeriense subida en un coche con vosotros al borde de la lipotimia, o matando arañas con lejía en mitad de la noche? ¿De qué? Ahora lo recuerdo, me río como si lo estuviera viviendo de nuevo, y sé que por eso mereció la pena.

Pero también quisiera darle las gracias a los que en alguna (o varias) ocasiones habéis leído alguna o varias de las entradas del blog, a los que habéis comentado, a los que habéis permanecido en el anonimato, incluso a los trolls os doy las gracias (habéis sido pocos, pero oye, ahí estabais para incordiar, y eso también tiene su encanto). Gracias por el aliento en las entradas más tristes y por las risas en las más optimistas, y, sobre todo, por los consejos en las miles de ocasiones en las que me he sentido totalmente pequeña y desubicada ante situaciones que se me hacían un mundo. A veces, un simple comentario dando ánimos o inspirando una sonrisa hace mucho por una persona.

Esto se acaba, pero quizás no sea definitivamente. Después de la vorágine juvenil de la adolescencia, los problemas personales, la entrada a la universidad, las dudas y el descubrimiento de nuevas experiencias, yo ya no soy la que era cuando empecé el blog. No quería que la última entrada fuera la de la despedida de mi tío, una entrada triste y sentida. Porque aunque esta Mar que hoy escribe parezca triste y derrotista en ocasiones, no es ella, sino la Mar optimista y decidida, la que finalmente le canta las cuarenta a la triste, la tira de los pelos y permite que se ponga en pie de nuevo. 

Tal vez más adelante me dé por pasarme de nuevo por aquí e incluso escribir algo más, pero no lo puedo asegurar. No tengo ni idea de si eso ocurrirá o no. Es por eso que quiero cerrar con esta entrada este pequeño gran espacio, esta caja de sueños e ideas, esta bitácora de experiencias y dudas, con la satisfacción de poder recordarla con una sonrisa en el futuro. 

Recordar: del latín "re-cordis" (volver a pasar por el corazón)

Cojo la maleta, echo un último vistazo, apago la luz, pero la puerta se queda entreabierta, por si un día la primera persona que la abrió se decidiera a volver, sólo por recordar. Este blog se iba a llamar "Las Estrellas que No Quisieron Ser Fugaces" y, efectivamente, permanecerá siempre en mi memoria como una estrella perenne, solitaria en el firmamento, pero brillante y mágica, única y especial.

Hasta siempre. Hasta que ya no queden más madrugadas en las que cantarle a la vida y a la esperanza.










miércoles, 13 de agosto de 2014

Seguiremos Luchando Siempre


El 12 de Agosto del 2011 te hice una promesa. Te juré que si no nos librábamos de lo que entonces se nos vendría encima, no sería por no haber luchado. Pero quien ha cumplido esa promesa has sido tú, no yo. Has sido tú quien ha luchado con fuerza y coraje durante estos tres interminables años, y eso no lo voy a olvidar nunca.

Ayer fue 12 de Agosto del 2014. Tres años han pasado desde que todo comenzó, desde que enterré por completo mi mente adolescente y comencé a poner los pies sobre la tierra, porque en el momento en que supe que estabas enfermo, supe que nada volvería a ser igual. Prometiste luchar desde el principio, y vaya si lo hiciste. Hospitales, operaciones, tortuosas sesiones de quimio, esperas, pequeños avances, duros retrocesos... Un incesante devenir de días lentos y angustiosos, algunos teñidos de esperanza y otros tantos -la mayoria- de tristeza. 

Si pudiera pedir un deseo, sólo uno, tal vez pediría no haber tenido que escribir esta entrada nunca. Pediría conmemorar el inicio de tu enfermedad como un hecho aislado en el tiempo, perdido en la memoria, porque tú estarías entre nosotros para celebrar el triunfo de la vida. Pero en la vida no siempre ganan "los buenos", y no todas las historias tienen final feliz. Hace casi dos semanas que te fuiste, y aunque siempre me acompañarán miles de preguntas a las que nunca encontraré respuesta, sé que al fin has encontrado el descanso y la paz que tanto merecías. Y eso, aun con el corazón hecho pedacitos, me consuela. Es precisamente esa certeza de que ya no sufres y la infinidad de recuerdos que conservo de ti lo que me insta a recordarme cada día "Vamos, camina. Aunque estés cansada, triste y dolida, camina y no dejes de hacerlo...".

El 12 de Agosto del 2011 empezó una historia muy dura e injusta, y hoy, 13 de Agosto del 2014, le pongo punto y final por siempre. Te aseguro que nunca olvidaré tu risa, tus abrazos y todo lo bueno que dejaste en mí, en nosotros, en tu familia. De eso que no te quepa ninguna duda.

Gracias por todo. Por demostrarme que, por muy incierto que sea tu destino, nunca has de dejar de luchar, jamás. Quiero creer que, pese a todo el dolor, tu lucha mereció la pena. Y de hecho, la merece.

Hasta luego, tito.

Tu sobrina.




Que te quiere.



sábado, 28 de junio de 2014

El amor libre también es posible


Me pregunto si aquellas personas que discriminan a otras por amar a alguien de su mismo sexo han querido a alguien en su vida. Si saben de amor, de entrega, paciencia, alegría y dolor, o si son simples autómatas, borregos que actúan en cadena movidos por las normas absurdas que aun hoy arrastra esta sociedad desde hace demasiado tiempo.



Hoy se celebra el día del "Orgullo LGTB", pero como siempre que se celebra el "día de...", pienso que deberíamos tenerlo presente siempre. El amor no entiende de sexos, de razas, de países, de clases sociales, ni de ningún otro factor... Simplemente existe, porque no hay nada más bello y más puro. Existe con sus miles de inconvenientes y con esas dificultades que, una vez superadas, lo enriquecen y lo hacen más fuerte. Pero no existe desde el rencor y el resentimiento de personas que se creen con derecho a elegir a quién se puede querer y a quién no, quién es digno de tus besos y quién no. Me parece algo totalmente absurdo. ¿Acaso somos nosotros mismos dueños de nuestros sentimientos? ¿Podemos elegir a quién amar y a quién no? No, no podemos. Y mucho menos puede elegir por nosotros otra persona. 

De las muchas formas de rechazo y acoso que existen, el que va contra los homosexuales me parece una de las más mezquinas y ruines, porque se opone, nada más y nada menos, que al amor. El hecho de querer a alguien ya proporciona demasiados quebraderos de cabeza (a la par que momentos inolvidables si es correspondido) a quien lo siente como para que otra persona limite sus sentimientos y le prohíba amar a esa persona. Y yo me pregunto, ¿es eso realmente posible? ¿Se puede obligar a alguien a dejar de querer a otra persona? No, y mil veces no. Es imposible, y también muy injusto que existan personas que no cejen en su empeño por conseguirlo.


Si algún día tengo hijos, nunca, jamás les prohibiré amar a nadie. Me dará igual si quieren a un hombre, a una mujer, o a una tortuga. Su felicidad será lo único que me importará, porque no existe nada más importante. A ver si muchas personas que se creen con derecho a mirar con desprecio a una pareja homosexual besándose por la calle o paseando de la mano aprenden de una vez esta lección. A ver si se enteran de que querer a alguien del sexo opuesto no les hace más dignos ni más merecedores de palabras y gestos de amor, y de que querer de forma noble y desinteresada, sea cual sea tu pareja, es lo más grande que te puede pasar en la vida.

Quizás mis palabras no sean suficientes para cambiar la mente obstinada de muchas personas, pero no podía dejar de mostrar mi apoyo a quienes alguna vez se han sentido discriminados o infravalorados por su condición sexual. No os rindáis nunca y tampoco dejéis de luchar por vuestros derechos, que son los derechos de todos. Tal vez sea una utopía, pero ojalá que llegue el día en que los prejuicios queden atrás por completo y podáis vivir vuestras vidas sin ambages ni reservas, porque querer, o incluso sentir un mínimo de atracción por alguien de tu mismo sexo, NUNCA, jamás, en ningún caso es un delito.



Se ha avanzado mucho, pero aún queda un largo camino por recorrer. Y yo estoy segura de que, tarde o temprano, se eliminarán las barreras y todos los besos, abrazos y palabras de amor tendrán a los ojos de toda la sociedad  el primer y único valor que merecen: EL MISMO. 



Me ha parecido demasiado buena como para pasarla por alto xD



martes, 17 de junio de 2014

Porque todo pasa

¿Sabéis ese sitio al que uno va cuando quiere desconectar de todo? Pues mi sitio es este blog, Canciones de Madrugada. Que sí, que sé no se me ha visto el pelo estos meses, pero necesitaba alejarme un poco de todo esto. Además, han pasado cosas. Cosas malas. Y buenas, también. Pero más malas que buenas.
Pero bueno, no he venido a lamentarme.

Un día te paras a pensar, miras a tu alrededor y sientes que no comprendes muchas de las cosas que te rodean. No entiendes ciertas ausencias, ciertas cosas que no deberían haber ocurrido, nunca. Y piensas "bueno, tal vez debía ser así". Sí, tal vez. Pero, ¿y si se pudo haber cambiado? ¿Por qué tuvo que ser así...? Lo cierto es que de nada sirve pensar en lo que podría haber pasado. Pasó lo que pasó, no hay vuelta atrás.

¿Cómo se afrontan esas situaciones en las que no sabes muy bien qué hacer? ¿Cómo ha de actuar uno cuando no entiende nada? ¿Cómo seguir, si sientes que has perdido el impulso? Pues intentando caminar, como siempre. Teniendo momentos jodidos, de esos que te hacen llorar bastante, pero también secándote esas lágrimas y decidiendo que debes continuar.

Cuando escribí esta entrada las cosas eran muy diferentes, pero todo cambia, y avanza continuamente... Nada es para siempre. Sin embargo, yo confío en mí misma y en mi capacidad de superación. Sé que, a pesar de los problemas, no está todo perdido. Que nadie se crea que siempre soy tan optimista; hay veces en las que nada tiene sentido, pero al final lo tiene. Seguro que sí. Y que al final del camino, cuando echas la vista atrás, de lo único de lo que no debes arrepentirte es de haber sido siempre tú misma.

Hace poco leí una entrada de Naar que me gustó bastante, esa en la que puso fragmentos de canciones que recordaba una noche mientras conducía. Esa. Naar es la hostia, todo hay que decirlo. No porque sea mi amiga, claro (o sea, no) sino porque le echa un par. Ya se lo dije; la quiero y la admiro. De mayor quiero ser como ella, con o sin gato, pero con la misma fortaleza y la misma forma de continuar.

Y mientras pienso en mi futuro yo como pseudo-Naar, aquí estoy, estudiando unos exámenes que me tienen bastante hasta las narices y dando clases particulares a gente pesada que suspende continuamente, pero eso es un mal menor. Ya estoy acostumbrada, y al fin y al cabo, gano dinero. Algo es algo. En fin, creo que me estoy extendiendo demasiado, esperando que leáis todo este tocho después de dos o tres meses sin decir ni esta boca es mía. No tengo vergüenza, no. No me gusta ser quejica, ni venirme a menos, pero sí que me gusta escribir las cosas que me ocurren y, cuando pase un tiempo, volver a leerlas con satisfacción y pensar "ya pasó". Porque pasará, seguro. Siempre pasa.

Nos leemos por aquí, más tarde o más temprano, pero me niego a echar el cierre. Soy como la orquesta del Titanic, pero en versión low cost

Buenas noches.



viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez - Crónica de una despedida anunciada


Tenía yo diecisiete años aquel verano tortuoso y eterno que parecía no acabar nunca. Y fue entonces cuando descubrí un ejemplar de lomos naranjas con una ilustración de un gallo en la portada cuyo título era "El coronel no tiene quien le escriba", de Gabriel García Márquez. Alentada por lo mucho que había estudiado a este escritor, y por ese afán por evadirme de la realidad que en aquellos días reinaba en mi vida, me sumí de lleno en sus páginas, y créanme si les digo que por vez primera me sentí totalmente absorbida por su lectura, embebida en aquel relato de miserias y desventuras en el que los pobres, como siempre, sufrimos con dignidad y esperanza los varapalos de los de arriba.


Pero yo ya me había emocionado mucho antes con otras de sus muchas historias, y también había suspirado al releer por las noches sus más grandes citas, aquellas que me encogían el alma. También me había deleitado con su realismo mágico, y había saboreado con placer algunas de sus más célebres líneas a través de mis libros de texto y de la improvisada biblioteca del salón de mi casa.

Anoche me enteré de que "El Gabo" falleció, y no pude reprimir una lágrima. Se quedó un poco más huérfana la literatura; quedamos huérfanos los que aún creemos en ella. Pero, como dicen por ahí, el escritor no muere mientras su obra siga siendo recordada, y así desapareció el hombre para dar paso a la leyenda inmortal. Siempre nos quedarán sus libros, su inteligencia en forma de verbo, su experiencia vital condensada en tomos de saber, reflexión y verdad. Gracias, y hasta siempre.

La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener.
 La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado.
 Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez.
 Así es -suspiró el coronel-. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.
 Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.
La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla.
 El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.



domingo, 23 de marzo de 2014

Madeleine

Sigo con mis prácticas de escritura. Aquí, la historia de Madeleine, una bailarina de Lyon con un pasado difícil.


Como cada mañana, Madeleine despertó, se preparó para ir a ensayar y tomó su desayuno. Sus zapatillas, ya muy desgastadas, evidenciaban el paso del tiempo y el esfuerzo de muchas horas haciendo pirouettes sin parar. Sus pies, aún más magullados, habrían de soportar estoicamente otra dura jornada de ensayo que próximamente daría sus beneficios. En dos semanas se estrenaba "La Fille Charmante" en el Teatro Real, y Madeleine sería la primera bailarina. Quién se lo iba a decir, a ella, que once años antes sólo era una huérfana recién llegada a París en busca de un futuro mejor. Su madre, la famosa bailarina Anna Flemant, estaría muy orgullosa de ver el gran logro de su hija.

Llegó al teatro, bajó a los camerinos y se cambió de ropa. Sus compañeras la miraban desafiantes; a ninguna le agradaba la idea de que la más joven de ellas tuviera el protagonismo que una primera bailarina debe tener. Mientras se ponía los leotardos, anudaba sus zapatillas alrededor de sus pantorrillas y se ajustaba la malla tenía que escuchar los murmullos del resto de bailarinas, que deambulaban por el vestidor sibilinas como serpientes, ágiles como gacelas. Mientras la chica sujetaba su recogido con horquillas, una de sus compañeras le lanzó una mirada de desdén que Madeleine pudo observar gracias al espejo. Suspiró, salió de la estancia y se dirigió al escenario. Ensayaron durante todo el día, envueltas en la música de Tchaikovski y en esa atmósfera de envidia que todo el elenco había instaurado. Ni siquiera la música pausada y sugerente de Chopin consiguió apaciguar los ánimos. Madeleine se sentía torpe y cansada. Estaba tan pendiente de las miradas de sus compañeras, que no conseguía concentrarse en sus pasos. 

-Madeleine. Quiero hablar contigo-sentenció Mme. Peiroux, la profesora.
-Usted dirá, Madame -respondió Madeleine tímidamente.
-Llevo días notando que tu actitud no es la misma de siempre. Tropiezas con demasiada frecuencia, no estás pendiente de tus pasos y pareces indiferente a mis indicaciones. No es este el comportamiento que se le exige a una primera bailarina, muchacha.
-Lo lamento de veras, Madame Peiroux. Haré lo posible por cambiar.
-Madeleine... -la profesora acarició su mejilla y cambió su semblante severo por uno más amable- Fui una gran amiga de tu madre, pero si eres la primera bailarina del Teatro Real no es por este motivo, sino porque te has esforzado muchísimo durante todos estos años, trabajando día a día sin descanso. No permitas que un puñado de necias destruyan ese esfuerzo, chérie.

Una lágrima recorrió la mejilla de la joven, pero ella no se esforzó por ocultarla. Sabía que era mucho lo que se esperaba de ella. Todos estaban expectantes ante su debut, quizás porque pensaban que era la viva copia de la gran Anne Flamant. Pero no era así; Madeleine era sólo una chica normal, esforzada y talentosa, con un estilo diferente al de su madre. Muchos la habían comparado con ella desde que era una niña, y hubo de soportar toda clase de comentarios al respecto. Pero, pese a todo, Madeleine no dejó de ensayar ni un solo día.

Cuando llegó a casa, encontró una carta en el buzón. Cuando leyó el remitente, sintió que se desvanecía. Era de André Flamant, su padre. El mismo padre que hubo de partir a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en el año 1915. Todos lo daban por muerto, pero había sobrevivido. Con impaciencia, Madeleine rasgó el sobre y leyó el contenido de la carta.

Mi querida hija:

Imagino tu sorpresa al leer estas líneas, pero de seguro no será más grande que la dicha que siento por haberte encontrado al fin. Han sido muchos años de búsqueda, investigando en miles de orfanatos tu paradero. Llegué a creer que, al igual que tu madre, habías muerto después de la guerra, pero no imaginas lo feliz que me sentí al saberte viva. Madeleine, nada me gustaría más que ir a verte el día del estreno y comprobar si has heredado la belleza y la gracia de tu madre, pero me temo que no va a ser posible. Son tiempos difíciles para un pobre anciano como yo que vive prácticamente recluido en su casa de Lyon. Apenas puedo moverme de la cama, y es Marianne, mi esposa, la única que puede ayudarme. Te ruego que me disculpes por no poder ir a visitarte, y que lo hagas tú tan pronto como te sea posible, pues dudo que este cuerpo ajado y desvalido pueda aguantar un invierno más.
Recibe un abrazo fuerte y afectuoso de tu padre,

                                                                                 André.

Lloró Madeleine, toda emocionada, durante una noche entera. Su padre, al que creía muerto, estaba vivo y deseoso de abrazarla. Sin embargo, eso aún no sería posible. A la mañana siguiente, corrió apresuradamente para contarle la noticia a Mme. Peiroux.

-Mais, c'est incroyable! Me alegro muchísimo, ma petite. Y, en cuanto al viaje a Lyon... Me temo que no voy a poder ayudarte.
El rostro de Madeleine, dichoso y expectante, fue ensombreciéndose cada vez más.
-¿Qué ocurre?
-Verás... las cosas no marchan tan bien como cabría esperar para nuestra compañía de ballet. Llevamos meses ensayando sin descanso para el estreno de la semana que viene, pero hace bastante tiempo que no actuamos en ningún otro sitio, lo sabes bien. A duras penas puedo sustentar a cada una de mis bailarinas, y tampoco podría hacerlo contigo de no ser por la manutención que recibes. Madeleine, no puedo pagarte el viaje a Lyon. Créeme que me encantaría volver a ver a tu padre de nuevo junto a ti, pero no puedo hacer nada.
-No se preocupe, Madame... Lo entiendo.

A pesar de la noticia recibida, Madeleine se esforzó por ensayar durante todo el día con dedicación. Ni siquiera le importaron los comentarios de sus compañeras; ella sabía que tenía que seguir bailando pese a todo. Pero cuánto le costaba girar, y volver a girar, cuando era la propia inercia de su vida la que avanzaba inexorablemente hacia un precipicio de logros en vano y ausencia de cariño.



16 de abril de 1938, día del estreno. El teatro estaba repleto de gente, y las bailarinas se preparaban en sus camerinos para salir a escena. Cubrían sus rostros con polvos de arroz, ornamentaban sus cabellos con horquillas de brillantes y se vestían con tutús de seda y raso. Medeleine llevaba además la medalla de su madre. No podía dejar de pensar en la ausencia de su padre. Cuando se abrió el telón, respiró hondo, se puso de puntillas y dejó que Tchaivoski volviera a mecer sus pasos. Uno, dos, pirouette, uno, dos. El público la miraba maravillado, como si no hubieran visto nada igual anteriormente. El elenco moría de envidia al llegar las ovaciones finales. Madeleine recibió cientos de aplausos, miles de rosas sobre el escenario y tantas otras visitas a su camerino. El estreno había sido todo un éxito, y la joven no cabía en sí de dicha. Sin embargo, el rostro atribulado de Mme. Peiroux la devolvió a la realidad.

-Felicidades, Madeleine, has estado sensacional. Anne estaría realmente orgullosa de tí. 

La profesora la abrazó con los ojos repletos de lágrimas.

-Muchísimas gracias, Madame. Me alegro de no haberla defraudado. Pero dígame, ¿qué le sucede?
-Madeleine, tu padre está muy mal. Lleva unos días bastante enfermo, dicen que es tuberculosis. Debes ir a verlo de inmediato.
-Pero... pero no tengo dinero. Es imposible...
-Hemos recaudado una buena cifra gracias al estreno, eso te permitirá costearte el viaje con creces. No tendrás ningún problema. Parte cuanto antes... Le hará muy feliz volver a verte.

Rápidamente, la chica se cambió de ropa, se desmaquilló, cogió un par de mudas y el dinero que le dio Mme. Peiroux, y cogió el próximo tren a Lyon. Cuando llegó a la dirección indicada, su madrastra, Marianne, le recibió amablemente.

-Pasa, muchacha. Está deseando verte.

Monsieur André se encontraba en una habitación grande, bien ventilada, en la que el silencio sólo se veía interrumpido por su tos ronca y sonora. Aun postrado en la cama, no había perdido el porte y la gallardía de sus tiempos de militar. Madeleine se acercó sigilosamente a él, con la elegancia de una bailarina y la emoción de una hija que va a reencontrarse con su padre. Tardó el anciano varios segundos en reconocerla, hasta que, finalmente, entreabrió sus ojos y la reconoció. Una sonrisa se perfiló en su cara.

-Madeleine... Mi querida Madeleine, ¡eres tú!
-Padre...

Ambos se fundieron en un abrazo que hubo de prolongarse varios minutos, pese a la recomendación médica de que nadie debía acercarse demasiado al enfermo. 

-Tantos años esperándote, sin saber nada de tí... -André comenzó a toser, y Marianne, diligente, recolocó la almohada que tenía bajo su cabeza.
-Padre, será mejor que descanse. -dijo Madeleine, con su mano aferrada a la del buen hombre.
-Madeleine, antes de hacerlo, me gustaría pedirte un gran favor.
-Lo que quiera, padre.
-Hija... no quisiera morirme sin verte bailar. A tu madre le hubiera hecho mucha ilusión verte convertida en toda una primera bailarina.
-Por supuesto que lo haré, padre. Pero... aquí no tengo mis prendas de baile, ni la música.

Marianne sonrió maternalmente, la tomó de la mano y la condujo a la habitación contigua, en la que había un gran arcón repleto de maillots, leotardos, tutús y varios pares de zapatillas. En la pared había varias fotos de Anne Flamant vestida de bailarina, en los mejores años de su carrera. Junto a una de ellas, había una foto de la bailarina junto a André y Madeleine cuando sólo era un bebé. Madeleine la miró emocionada.

-Toda esta ropa era de tu padre. Aunque es muy antigua y está algo deteriorada, creo que podrás usarla sin problema.
-Gracias, Marianne. Sólo quiero hacer feliz a mi padre.

Las dos mujeres quitaron varios muebles del salón principal, bajaron el viejo tocadiscos del trastero y ventilaron la estancia convenientemente. Madeleine se vistió con la ropa de su madre, y Marianne se encargó de abrigar a André y trasladarlo al salón en silla de ruedas. Tomó uno de los discos de Chopin, lo puso en el aparato y le hizo una pequeña indicación a Madeleine para que comenzara. La música invadió la habitación, y la joven se movía al compás, sinuosa y elegante. Marianne había decidido dejar a padre e hija solos. André, maravillado, sonreía y evocaba los tiempos de juventud de su primera esposa, cuando él iba a verla a los ensayos y le regalaba flores de lavanda. Ahora, era su hija la que había tomado el relevo de la forma más digna y entregada posible. Madeleine giraba, le dedicaba sonrisas a su padre y se movía con la gracilidad experimentada de tantos años de trabajo. Cuando la música terminó, se levantó, se dió la vuelta con una gran sonrisa y esperó a escuchar los aplausos de su padre, pero sólo el silencio llenaba el cuarto. El cuerpo de André permanecía inerte sobre su silla de ruedas. Acababa de fallecer, pero al menos había cumplido su gran sueño, y Madeleine se sentía feliz por ello, aunque al mismo tiempo estaba invadida por la tristeza. Se arrodilló enfrente de él, acarició su rostro y dejó descansar su cabeza sobre sus rodillas, como lo hacía cuando sólo era una niña y le leía cuentos en aquella misma habitación.

Después del funeral, Madeleine se despidió adectuosamente de Marianne y regresó a París. Poco después, comenzó a viajar con la compañía por todo el mundo, y llegó a alcanzar un gran éxito. Años más tarde, conoció a Michael, con quien tuvo un largo e intenso romance y un hijo, André. Consiguió fundar su propia compañía de ballet, siempre aconsejada por la experimentada Mme. Peiroux. En su nueva compañía, Madeleine era querida y respetada por todos, y nada quedaba de la envidia que muchos le profesaban en sus inicios. Se labró un gran nombre en el mundo de ballet, y todavía son muchos los que hoy la recuerdan. El día de su última función se retiró satisfecha y orgullosa de todo lo que había conseguido. Sabía que el esfuerzo de muchos años había tenido una gran recompensa. Lo que Madeleine nunca supo es que André no era su padre biológico y, sin embargo, había conseguido devolverle con creces el inmenso cariño que desde niña le había dado.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Particularmente

Es cierto que no suelo hablar mucho en este lugar de mis experiencias personales, pero hay una en concreto que me gustaría compartir, porque forma parte de las muchas cosas que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida.
Algunos de vosotros sabéis que, aparte de estudiar Filología Inglesa, me dedico a dar clases particulares para ganarme un dinerillo. El verano pasado comencé a sentir la necesidad de contar con un dinero propio que me ayudara pagarme mis gastos para no tener que depender de mis padres. Además, quería estrenarme como profesora y conocer de cerca la experiencia de ayudar a un niño con sus asignaturas. Luego de varios meses pegando carteles por el centro de la ciudad sin descanso, me llamó una señora para que le diera clases de Lengua y Literatura a su hija durante los meses de julio y agosto. Esa fue mi primera experiencia, y la verdad es que no fue del todo mal. No tuve ningún problema durante los dos meses que estuve en esa casa, aunque la niña era muy, pero que muy vaga, todo hay que decirlo.

Entretanto, me llamó otro hombre, pero esta vez la oferta era mucho más jugosa. Quería que le diera clases de Lengua, Sociales e Inglés a sus hijos de trece y quince años. Eso sí, tendría que ir todos los días de la semana. La verdad es que la idea de tener que ir a diario no me hacía mucha gracia, pues no sabía si podría gestionar mi tiempo para organizarme en condiciones y poder estudiar y hacer mi vida al mismo tiempo. Sin embargo, justo entonces mis padres empezaron a verse en apuros económicos aún mayores, y me di cuenta de que era necesario que aceptara. Y acepté. Muchas veces me he llegado a preguntar si hice bien o mal, pero el caso es que esa fue la decisión que tomé en ese momento.

Al principio, todo parecía estupendo. El padre de los chicos era muy educado, yo cobraba un dinero que me permitía ayudar en casa y al mismo tiempo pagarme mis cosas, y los niños eran muy majos. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que algo no marchaba bien. Al estar los padres separados, los chicos no contaban con su apoyo, y eso se notaba. Con esto no quiero decir que los hijos de padres separados estén siempre desatendidos, para nada, pero en este caso en particular eso es lo que ocurría. Aunque ambos niños eran buenos y educados, se notaba que les faltaba la presencia de una figura paterna que les escuchara, orientara y animara. Su padre simplemente se limitaba a comprarles regalos carísimos, llevarles a jugar al padel y darles las buenas noches por Whatsapp. Puede que sus hijos le preocuparan, no digo que no, pero puedo asegurar firmemente que a día de hoy yo sé muchas más cosas de ellos, de sus inquietudes y preocupaciones, que él mismo.

Sin embargo, la despreocupación del padre para con los niños no era algo que me afectaba directamente a mi. Yo me limitaba a hacer mi trabajo, nada más. Pero los problemas vinieron cuando este señor traspasó la delgada línea que existe entre la autoridad y la falta de respeto. Me llamaba a todas horas, y me enviaba mensajes kilométricos en los que me culpaba de que sus hijos no aprobaran las asignaturas. ¿Cómo habrían de hacerlo, si no tenían el más mínimo interés por estudiar? Aunque simpáticos y amables, sus hijos eran vagos como ellos solos, y les costaba la misma vida abrir un libro. No me gusta para nada alardear de mis propios méritos, pero es cierto que durante los seis meses que he estado trabajando en esta casa, me he dejado la piel en que aprueben, sobre todo el mayor, ya que empecé a darle clase exclusivamente a él poco tiempo después. Le explicaba la lección con paciencia y dedicación, y eso que la docencia nunca me ha atraído especialmente. Al mismo tiempo, le enseñé a fuerza de muchas tardes de empeño a elaborar resúmenes y esquemas, a ser disciplinado en el estudio, a entender las lecturas, a comprender el verdadero significado de lo que estaba estudiando, y, sobre todo, a valorar el esfuerzo, que es la clave para que alcancemos todo los que nos propongamos a lo largo de la vida. Sin embargo, "mi niño" no estaba por la labor de aplicarse. Se distraía con una mosca, me contaba batallitas sobre los chinos de su barrio y me pedía consejo sobre las chicas de su clase. Sabía perfectamente que lo que pretendía era perder el tiempo para que no diéramos clase, pero poco después me dí cuenta de que había algo más... Él me contaba todas estas cosas porque necesitaba hablar, porque necesitaba comunicarse con alguien fuera del instituto, y sus padres nunca estaban en casa. Durante medio año he sido su profe de Sociales, Lengua e Inglés, pero también he sido su consejera, la persona que le ha escuchado y que le ha explicado muchas cosas sobre la vida que sus padres deberían haberle contado. Asumí funciones más allá de aquellas que me correspondían porque, a pesar de nuestras muchas broncas después de cada suspenso, sabía que él necesitaba ser escuchado y querido. Y también sabía que ese par de zapatillas relucientes recién compradas que reposaban sobre la cama no le iban a dar el cariño y la comprensión que necesitaba.

Pero su padre nunca entendió nada de esto. Si bien la madre trataba de ser comprensiva y amable conmigo, él se esforzó por hacer todo lo contrario. Creía que por el simple hecho de pagarme -una miseria para todo lo que hacía, por cierto- estaba en su derecho de exigirme, manipularme y acosarme siempre que lo deseara. Y me exigía, literalmente, que su hijo aprobara. Yo hacía todo lo que estaba en mi mano, lo puedo asegurar, pero el niño no. Estaba totalmente desconcentrado, no hacía las tareas que le ponía y pasaba la hora y media de la clase mirando a las musarañas, por más que yo tratara de que se centrara. Los que alguna vez le hayan dado clases particulares a un alumno de este tipo sabrán comprenderme. Ahora me he dado cuenta de que ser profesor no es nada fácil, y que tiene un mérito enorme.

Lo cierto es que la extorsión del padre comenzó a convertirse en algo personal. Me hacía sentir infravalorada, inútil, como una marioneta en sus manos. Jamás tuvo en cuenta mis circunstancias personales, y me echó en cara que faltara unos poquísimos días en los que estaba estudiando para mis exámenes de la Universidad y en los que estuve muy enferma. Y digo "muy", porque en esa casa yo me he presentado con gripe, virus de estómago, jaquecas horrorosas y también, por qué no decirlo, con una tristeza muy grande. Porque durante estos meses lo he pasado jodidamente mal por problemas personales, pero cada día, a las cuatro de la tarde, me secaba las lágrimas, cogía fuerzas y me sentaba en la mesita de "mi niño", frente a la ventana, tratando de contribuir en su educación y de intentar salvar las asignaturas a regañadientes.

Durante mucho tiempo pensé en despedirme, pero, ¿cómo hacerlo, si mis padres necesitaban el dinero, si yo misma también lo necesitaba para tomarme un simple café o hacer unas fotocopias? Y aguanté, mucho. Más de lo que debería haber aguantado. Hasta que el padre comenzó a faltarme al respeto de la peor manera, haciéndome encerronas, espiándome para saber si llegaba puntual (jamás he llegado más tarde de las 4 y media), y recriminándome cualquier falta de su hijo que consideraba como mía propia. Llegó a ingeniárselas para echarme sin comunicármelo, haciendo que otra chica fuera a trabajar allí sin decírmelo previamente a mi. Menos mal que otro muchacho que le da clases al hermano pequeño me ayudó, y finalmente nadie me echó. Sin embargo, aquello fue demasiado. Sentí que mi esfuerzo de tantos meses no había servido para nada, porque este señor era incapaz de reconocerlo. Para él yo no soy una persona, sino un robot autómata al que le paga por cumplir sus órdenes. Y no. Soy una chica normal, con sentimientos y con problemas personales, que siempre ha tratado de dar lo mejor de si misma, que se ha dejado la piel en la enseñanza de sus hijos.

Por eso, ayer mismo tomé la decisión de irme, y hoy me he despedido de los muchachos. La verdad es que me ha dado penita, porque ellos no tienen la culpa de que su padre sea así. Ojalá algún día comprendan el valor del esfuerzo, y que el dinero no lo es todo en esta vida, que hay cosas mucho más importantes, como el cariño, el respeto y la superación personal. Que mil camisetas Nike ni chorrocientas videoconsolas superan la satisfacción que se siente al ver que has aprobado ese examen tan difícil... que, finalmente, lo has conseguido.

Puede que mañana mismo se olviden de mi, porque llegará otra pobre muchacha a la que su padre machacará diariamente para que cumpla sus órdenes. Y de veras que lo siento, tanto por los niños como por ella, pero yo ya estoy fuera de este circo. Afortunadamente, no todo ha sido negativo. La relación entre mi alumno y yo ha mejorado considerablemente desde ese primer día en el que no sabíamos muy bien cómo comportarnos, y la experiencia que he adquirido dando clases durante todos estos meses, de lunes a domingo en muchas ocasiones, no me la quita nadie. Ahora me veo más madura, más segura de mí misma y más experimentada. Además, hoy, precisamente hoy, "mi niño" me ha dicho que -¡por fin!- ha aprobado Sociales. Y lo mejor de todo es que lo ha conseguido él solo, porque ha aprendido todo lo que le he enseñado durante este tiempo: él solito se ha sentado a estudiar, ha preparado sus resúmenes y se ha comido ese examen. El progreso que ha experimentado durante este tiempo ha sido muy grande, y el esfuerzo de ambos ha merecido la pena. La satisfacción que siento después de todo es inmensa... y prefiero quedarme con eso. Quizás eso de ser profesora no sea tan horrible, al fin y al cabo. Pero eso de tratar con los padres... ¡peligro! Hay de todo ahí fuera.

No puedo decir que haya sido un placer trabajar con esta gente, pero de lo que sí estoy segura es que, aunque dura, ha sido una experiencia muy importante en mi vida que nunca olvidaré. De eso, padre de mi alumno... puedes estar seguro.


miércoles, 26 de febrero de 2014

La vida iba en serio

Hoy hace 20 años que vine a este mundo. Y digo a este, porque con lo rara que soy a veces no me extrañaría nada que estuviera yo en un mundo distinto antes de llegar a este, inmersa en mi pompa, flotando en la nube antes de que un dedo me señalara y una voz me dijera: "¡tú, para la Tierra!".

El caso es que sí, al final me tocó este mundo. Llegué la madrugada del 26 de febrero de 1994, con casi 4 kilos encima y mucho frío, rodeada de niños berreantes y gente que me miraba continuamente y me ponía baberitos. Todo muy guay.



Cuando llegas a este mundo, te las prometes muy felices. Todos te cantan, te acunan, te hacen carantoñas, te compran muñequitos para que te rías y te dan el biberón. Y piensas "hosti, qué guay. Qué chollazo esto de estar aquí, siendo el centro de todas las miradas y viviendo a cuerpo de reina". Pero no. No, no. Creces, y te vas dando cuenta de que la cosa es más complicada de lo que pensaste (o bueno, intuiste inconscientemente, porque los bebés no piensan) al llegar aquí. Y claro, se monta un buen drama. Un drama total.

La verdad es que mi infancia fue muy bonita. En ese aspecto no me puedo quejar en absoluto. Tuve todo lo que un niño debería tener: una familia que se preocupaba por mí y me hacía feliz, mis necesidades básicas cubiertas, mis amiguitos y, sobre todo, una desbordante imaginación que me hacía pasarme horas y horas leyendo, dibujando, inventando miles de historias. Porque ahora no tanto, pero cuando apenas me alzaba dos palmos del suelo yo tenía mucha, muchísima imaginación. Los demás niños soñaban con tener unos patines o montar en bici, y yo era feliz con mi bloc de dibujo y mis acuarelas, mis libros de Manolito Gafotas y mi maletín de médico lleno de chismes de toda clase. Y así pasaba el tiempo, jugando, recortando, coloreando, imaginando ser profesora, o médico, actriz, modelo o cantante. Iba yo para artista, sí, pero me quedé en el camino. O no. 

Fueron buenos tiempos.

Pero luego llegó la temible adolescencia. Sí, esa etapa de mi vida que no fue precisamente agradable. La verdad es que hoy no me apetece hablar de ella, creo que ya lo he hecho demasiadas veces. Además, por si nadie se había dado cuenta, estoy tratando de quitarle hierro al verdadero asunto, que son los veinte años como veinte castañas demoledoras en todo lo alto que me acaban de caer. Ojocuidao.
Sin embargo, no sería justo omitir esta parte de mi vida así, sin más, porque aprendí demasiadas cosas durante ella. ¿Qué tengo que decir al respecto? Que fueron años duros, sí. Pero le eché narices, que nunca está de más recordarme a mí misma mis propios méritos. Me marqué unos objetivos, y tiré para adelante con ellos. Y sí, hubo días malos. Jodidamente malos. Y también hubo momentos de bajón, lágrimas y muchos más relatos indeseables que no quiero recordar precisamente ahora. Pero me alegro inmensamente, de verdad, de haberme mantenido fiel a mis principios hasta el final, hasta que dejé el instituto y supe que aquella etapa había acabado. Habrá de transcurrir algún algún tiempo hasta que pueda volver a pasar por la puerta sin que se me tuerza el gesto, pero lo importante es que lo conseguí, que salí victoriosa de esa batalla a pesar de todo, que mi esfuerzo valió más que la incomprensión de muchos.

Y luego, llegó la universidad.

Y con la universidad, llegaron nuevas personas.
Llegaron nuevas experiencias.
Llegaron nuevas aventuras y desventuras.
Llegaron nuevos momentos por vivir.

Al principio era todo muy guay, como ese día en el hospital en el que todos me miraban mientras hacían el pico de un patito con una mano. Pero claro, luego la cosa se va complicando. Y cuando digo "la cosa", no me refiero a esto, sino a la vida en general. 

Bromas aparte, empecé a tener problemas propios de la gente adulta, y precisamente entonces me di cuenta de que la vida iba en serio.

Me dí cuenta de lo que es trabajar para ganarte un sueldo, por miserable que sea, día a día. Y puede que para ello tengas que aguantar carros y carretas, pero debes mantenerte firme, porque es lo que toca. 
Me dí cuenta de que nadie está exento del dolor o la enfermedad, que incluso las personas a las que más quieres son vulnerables a ello, y aunque te cueste asimilarlo, debes hacerlo tarde o temprano. 
Me di cuenta de que papá y mamá, aunque los quiera con locura, no van a ser los que siempre estén ahí para solucionar mis problemas o darme una respuesta. Debo ser yo la que empiece a tomar mis propias decisiones, a pensar qué caminos tengo que tomar.

Pero no todo fue tan sumamente terrible y desconcertante. También me di cuenta de una cosa muy importante, y es que la vida está para vivirla. Qué narices. Nos pasamos el día delante de la pantalla del ordenador, sujetos a la rutina, a lo que se supone que está establecido, porque no hay otra. ¿Y qué hay de las emociones, de esas experiencias inolvidables que un día recordaremos al sonreír frente a una fotografía? Pienso que quizás, con tanta madurez se me ha olvidado vivir. En mis momentos de felicidad siempre ha habido un pero. Siempre. Y así, es muy difícil disfrutar plenamente de lo bueno de la vida, de las personas a las que quieres. Pero claro, a veces no es culpa tuya que las cosas sean así. Y en mi caso, puedo asegurar que yo he puesto de mi parte para tratar de ver las cosas de otro modo y aprovechar los buenos momentos, pero las oportunidades no siempre se presentan.

De todas formas, quiero empezar a ser más optimista, más despreocupada y alegre, y me temo que sólo podré conseguirlo si la vida me deja. Porque voluntad tengo de sobra.

Quisiera dedicarle unas palabras a las personas que han formado parte de mi vida o que tienen un hueco en mi memoria después de estos 20 años. Muchas de ellas ya no están, pero quizás si no las hubiera conocido no sería quien soy ahora.

A mis abuelos, Concha y Pedro. Gracias por vuestro inmenso cariño, por vuestras poesías, por el inmenso amor con el que siempre me tratasteis. Os tengo siempre muy presentes.

A mis padres, por estar siempre ahí. Porque sois mi verdadera familia, porque habéis luchado tanto por mi que no sé cómo agradecéroslo. Sé que a veces tenemos nuestros más y nuestros menos, pero por encima de todo, os quiero mucho, muchísimo.

Al resto de mi familia, porque aunque algo ausente, me han demostrado un gran cariño.

A mon petit-grand prince. Por tantas cosas que sólo él sabe. 

A Carmen, por haberme enseñado tanto por ser tan increíblemente especial.

A mis antiguos amigos del colegio. Aunque sólo mantengo el contacto con uno de ellos, al que le tengo un gran cariño, pasé muy buenos momentos con ellos imposibles de olvidar.

A mis amigos de ahora. Aunque no se trata de una lista muy extensa, para mí es suficiente, porque han estado en mis momentos más bajos, pero también han compartido mis risas. Y dentro de esta lista, sería imposible olvidar a vosotros, todos los del blog, por ser siempre los que estáis ahí, dispuestos a leerme aunque a veces me dé a la fuga. Porque sois un grupo estupendo, una gente increíble con la que me siento muy, pero que muy bien. Un besito especial para Naar, Jose, Pimiento, Tomate y Mandarica. Que os quiero mucho, mucho (aprovechad, que hoy estoy sensible).

A los grandes profesores que he tenido a lo largo de mi vida, gracias por vuestro apoyo y por vuestras lecciones.

A mis amores de juventud, que aunque breves y ya muy ausentes, me hicieron inmensamente feliz.

A los que me hicisteis daño, a los que os disteis media vuelta, a los que intentasteis minar mis ilusiones, por hacerme más fuerte cada día.

Y a los que me hacéis sonreír, por permitir que me dé cuenta cada día de lo que ya intuí aquel 26 de febrero en la cuna del hospital: que la vida, aunque triste y sombría en muchas ocasiones, es bonita y merece la pena.

¿Hace un trocito de tarta?




NOTA: A lo mejor no lo habéis notado, pero esto de cumplir 20 años no es que me haga mucha gracia. Primero, porque quedan muy lejos mis años dando saltos en el Chiqui Park, engullendo bocadillos de Nocilla y viendo Sakura al llegar del cole. Y segundo, porque hoy me llegado una postal de Naar en la que me dice (y cito textualmente): "Hazme caso y disfruta, porque pronto tendrás 30". Señores, esto va muy rápido. Que alguien me traiga un Kit-Kat, lo necesito urgentemente.

viernes, 21 de febrero de 2014

Volar


Eran las cinco de la mañana cuando Raquel encendió el octavo cigarrillo y le dio un trago largo a la botella de Black Daniels. Estaba sentada sobre el alféizar de la ventana, mirando a un cielo difícilmente estrellado por culpa de la contaminación en el que, sin embargo, una inmensa luna brillaba con luz propia. Javier la observaba desde el otro lado de la habitación, tumbado sobre la cama con una media sonrisa.

−Deberías venirte a la cama.

Ella giró su rostro lentamente hacia él, y sonrió maliciosamente. Misteriosa, se levantó y dirigió sus pasos hacia el chico, como un gato moviéndose en mitad de la noche. Le dio una calada al cigarrillo y comenzó a acariciar sus cabellos con la mano izquierda. El humo del tabaco envolvía el ambiente, trazando círculos sensuales que enmarcaban el cuerpo menudo pero imponente de Raquel. Ambos comenzaron a besarse apasionadamente… y cayeron.

Se conocieron dos semanas antes en un bar de copas. Javier no era un buen tipo, y Raquel aparentaba no darse cuenta de ello. Con mirada felina vigilaba cada uno de sus movimientos, insinuándose al ritmo de la música e instándole a invitarle a la última copa, quizás la penúltima. Pocos sabían que Javier se dedicaba a traficar con cocaína, y los que no lo sabían lo intuían. Aunque atractivo, su mirada intimidatoria y las compañías que frecuentaba revelaban que no era alguien de quien cualquiera se pudiera fiar. Incluso se rumoreaba que pasó una buena temporada en la cárcel por una pelea que terminó a navajazos a la salida de un club de alterne. Sin embargo, todos hacían la vista gorda y nadie le negaba la entrada en ningún establecimiento. Javier era sinónimo de una clientela selecta, inmensamente adinerada, aunque no por ello exenta de vicios y fichajes policiales.

Raquel tenía muy claro que aquel hombre sería su siguiente objetivo. Investigó sobre su vida y su pasado más reciente, contactó con sus amistades y le siguió la pista durante una larga temporada, hasta que finalmente decidió lanzarse. Está rayando la frontera entre el amor y la obsesión, comentaban por ahí.  Él no tardó en rendirse a sus encantos, ¿quién podría no haberlo hecho? Una mujer joven, sensual, rebelde, atractiva y dispuesta a pasar un buen rato sin compromiso era una presa demasiado fácil.

Sus caderas balanceándose, sus brazos rodeando su cuello, su aliento quemándole la piel, sus ojos verdes desnudando sus pensamientos, su pupila sedienta, clavada en él. Las insinuaciones precedieron a las carcajadas a pleno pulmón intercaladas con tragos de whiskey y el humo de los pitillos. Una copa, y otra, y tal vez otra más. Y qué guapa eres, y tú qué interesante, y qué ojos más profundos, pero mira que estás buena.

Terminaron en el coche de Javier, rumbo a su apartamento. Raquel miraba por la ventanilla, respirando el aire nocturno, sintiendo el fresco de la noche en la cara. Javier la miraba de reojo. Había dejado a sus contactos al mando de los encargos de la noche, y nadie le esperaba en casa. Tenía a una tía impresionante sentada en el asiento del copiloto, dispuesta a ser sólo para él, a hacer absolutamente todo lo que él le pidiera. Aquella noche prometía.

Llegaron al piso entre carcajadas. Ella con los zapatos de tacón en la mano, él con la chaqueta a las espaldas. Comenzó Raquel a desnudarse, voraz, intrépida y exultante. Javier la contemplaba desde el marco de la puerta, como el león que observa a su presa antes de lanzarse a su cuello. Y, efectivamente, se lanzó sobre ella sin escrúpulos, buscando saciar esa sed de pasión que llevaba sintiendo toda la noche.

A las cinco de la mañana, mientras Javier dormía, Raquel se levantó de la cama. Había llegado el momento que había estado esperando durante tanto tiempo, pero debía actuar con cautela. Cogió de la mesita de noche la botella de Black Daniels y el paquete de cigarrillos, y los colocó sobre el alféizar de la ventana. Después se encaminó hacia su bolso, rellenó la jeringuilla con una fuerte dosis de PEN TOTAL 2000 y la guardó en el cajón de la mesita. Seguidamente, se sentó, encendió el octavo pitillo y esperó a que Javier despertara. Justo entonces podría hacer lo que tanto había deseado.

Javier la encontró así, sumida en sus pensamientos, fumando de nuevo, como si se tratara de una chiquilla inocente que estaba en sus manos. Sólo para él. Se sintió extremadamente poderoso, y experimentó el deseo de volver a conseguir que nada se interpusiera entre su piel y la de ella.

−Deberías venirte a la cama.

Y cayeron, con esa sensualidad que Raquel fingía astutamente y que Javier aceptó como el mejor de los placebos. Minutos después, él volvió a quedarse dormido. Ella se había encargado de narcotizarlo con pequeñas dosis durante toda la noche, introduciendo los polvos mágicos en sus copas. Una, otra, y tal vez otra copa. Cuando despertó al cabo de una hora, Raquel se encontraba a los pies de la cama, totalmente vestida y de brazos cruzados.

−¿Qué pasa, princesa? Anda, vuelve a la cama –musitó Javier al encontrarla en una postura tan erguida.
Al ver que ella no reaccionaba, se levantó y comenzó a besarle el cuello y a manosearle el pecho. Raquel reprimió una arcada. Había tenido que acostarse dos veces con aquel impresentable, pero no podía reprimir el asco cada vez que se acercaba a ella. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos durante las dos últimas semanas por aparentar que estaba totalmente enamorada de él. Esa noche Javier la notaba fría y hierática, y decidió valerse de sus propios medios para hacerla entrar en calor.

−Princesa, como no vuelvas a la cama me voy a enfadar -sentenció con voz juguetona. –Ya sé lo que te pasa. Tú lo que quieres es divertirte un poco, ¿verdad? No te preocupes, cariño, que Javier tiene exactamente lo que necesitas para olvidarte de todo… y volar.

Sonrió él maliciosamente y sacó del bolsillo de la chaqueta tirada al suelo un sobrecito transparente que contenía una sustancia blanca. Javier lo agitó un par de veces, mirando a Raquel a los ojos. Ella permanecía impasible, esforzándose por no escupirle en la cara.

−Vamos, prueba un poco de esto. Te sentará bien…

Apenas se aproximó dos pasos a Raquel, ella lo agarró fuertemente por el cuello y acercó su boca a su oído.

−Escúchame bien, hijo de puta. Hace media hora te he inyectado una dosis de PEN TOTAL 2000 suficiente como para que te vayas al otro barrio dentro de unos quince minutos. Podría haber utilizado un método mucho más rápido, pero no quería mancharme las manos con un bastardo como tú. Además, quería tenerte frente a frente, decirte a la cara todo lo que llevo nueve años callándome.
Javier tenía los ojos completamente abiertos y las pupilas dilatadas. Su pulso comenzó a acelerarse cada vez con más rapidez, y los sonidos que le llegaban del exterior eran cada vez más difusos. Sin embargo, pudo escuchar las palabras de Raquel y alcanzó a arremeter contra ella a la par que descendía lentamente hacia el suelo.

−¡¿Qué has hecho, estúpida?! –sentenció mientras tosía con insistencia y respiraba cada vez más aceleradamente.

−La noche del veinticinco de mayo del dos mil cinco te cruzaste con una niña rubia, delgada, de diecisiete años, que celebraba su fiesta de fin de curso con sus compañeros del instituto. Estaban en un sitio tranquilo, para chicos de su edad, alejados de la gentuza como tú que se dedica a destrozar vidas ajenas. Los padres de la chica acababan de divorciarse, y ella había estado muy, pero que muy jodida durante los últimos meses. Aquella noche salió a divertirse por primera vez en meses, y todo iba bien hasta que tú, valiente cabrón, te acercaste a ella tratando de seducirla, con esa media sonrisa de chulo que tienes. –Raquel le escupió con desprecio y le propinó una patada en el estómago.

Javier se retorcía en el suelo. Casi había perdido la consciencia, pero el eco de la voz de Raquel, aunque lejano, llegaba a sus oídos como el fluir de la conciencia antes de que la muerte segara su vida.

−La llevaste a un lugar apartado, trataste de ganarte su confianza y conseguiste venderle una bolsa con diez gramos de cocaína. La probó, y por primera vez en mucho tiempo se sintió feliz, liberada, como si fuera capaz de volar. –Raquel pronunció esta última palabra con sorna, acariciando lentamente cada letra con la lengua. Tomó aire, y continuó con su discurso acelerado- Durante los meses siguientes siguió consumiendo cada vez más, robándoles dinero a sus padres  con una facilidad sorprendente. Esa chica feliz, despreocupada y noble que un día fue había desaparecido, las drogas se la habían llevado con ella. Su familia descubrió lo que sucedía y decidieron llevarla a un centro de rehabilitación. Sin embargo, ya era demasiado tarde. La misma mañana de su traslado, cuando su madre entró en su habitación para recogerla, no la encontró allí. Miró en todas direcciones, pero su hija no se encontraba dentro. Había varias rayas blancas sobre la mesa de escritorio, y una nota escrita con una maltrecha caligrafía justo al lado. “Lo siento”, decía esa nota. –Raquel sollozó y estrujó con fuerza las mejillas de Javier, obligando a mirarla fijamente a los ojos- La madre, fuera de sí, volvió a mirar en todas direcciones, buscando algún indicio que la llevara a su hija. Y entonces, observó que la ventaba estaba abierta de par en par. Con el corazón en un puño, se asomó lentamente, ¿y sabes qué vio?

Javier estaba en las últimas. Apretaba con fuerza la muñeca de Raquel, mientras la miraba fijamente a los ojos, unos ojos inmensos que expresaban rabia, dolor y desprecio.

−¿¡Sabes que vio, maldito cabrón!? Vio el cuerpo de su hija en el jardín trasero, bañado en sangre. La noche anterior se metió una dosis tan grande que quiso alejarse de la realidad en la que había estado viviendo durante meses, de las peleas en casa y las visitas a los juzgados. Quiso volar… y se tiró por la ventana una noche de hoy hace justo nueve años. Quiso volar como un pájaro, sólo que ella nunca fue libre. Encontraron a su madre sentada en el alféizar de la ventana, con las manos cubriendo su rostro, llorando amargamente. “Mi hija ha muerto”, alcanzó a decir entre sollozos. ¿Y sabes quién era su hija? ¿¡Lo sabes!?

−N…no…no lo sé-musitó Javier con un hilo de voz.

−Su hija era Beatriz Galeón García, una niña que nunca le había hecho daño a nadie, una alumna excelente y una amiga cariñosa e incondicional… pero, por encima de todo, Beatriz era mi hermana pequeña, y te juro por ella que te vas a pudrir en el mismo infierno, y que te va a faltar eternidad para pagar por lo que has hecho.



Javier miró fijamente a Raquel antes de exhalar su último suspiro. Raquel se levantó lentamente, sacó una nota de suicidio del bolso y la dejó sobre la mesita de noche. Sin embargo, sabía que aquella coartada nunca funcionaría, pues había demasiadas huellas suyas en aquella habitación. Tal vez huiría del país y empezaría una nueva vida en otro país, con otra identidad. Y así, podría vivir aquello que Beatriz nunca pudo lograr, la vida que, como a tantas personas, le fue negada una noche en la intimidad de su habitación, mientras se entregaba al cielo nocturno y volaba.



miércoles, 12 de febrero de 2014

Julieta

Al primer amor.



Óyeme, Julieta.

Que nada sé ya de la tibieza de tu piel,
ni de la aspereza de tus labios.

Julieta misteriosa,
te perdiste entre mis años.
Por la playa medio divagas,
envuelta en recuerdos de ayer.

Te vieron por el puerto,
cabizbaja y mojada.
Niña torpe y desvalida,
si tropezaras,
¿quién te iría a recoger?

Julieta presurosa y tímida,
amor lejano y fantasioso,
eco de mi recuerdo tardío,
dulce maestra del querer.

No te pierdas por la ensenada,
que el helor hace mucho daño.
Mujer de paso firme y blanca tez...

¿Sabes, Julieta?

Anoche te vi en un sueño,
corriendo hacia la orilla,
gritándole a las gaviotas
todos los poemas
que no quisiste romper.

Y entonces,
desperté con tu voz cosida a la mía,
con la piel salada y reseca,
preso en las redes de tu cuerpo,
bañado en tu alma y tu ser.



lunes, 10 de febrero de 2014

De regreso

Volví.

Parece que, una vez más, los exámenes no pudieron conmigo, aunque mucho me temo que en esta ocasión mi esfuerzo no será recompensado como, humildemente, creo que merece. Es dura y desconocida la vida del estudiante entregado. Más allá de las ojeras en el rostro y los callos en las manos, se esconde un espíritu de superación que no siempre es valorado como debiera. Pero sabes, o al menos quieres creer, que aunque muchos no saben apreciar tus sacrificios, el hecho de haber podido demostrarte a ti misma una vez más que puedes hacerle frente a cualquier dificultad es la mejor recompensa. Me he demostrado tantas cosas en los últimos meses que poco me importan las opiniones de los demás.

A unas semanas de entrar en la veintena, me siento sorprendida ante lo rápido que pasa el tiempo. Ayer escribía mis primeras palabras sobre la mesa del cuarto de mi abuelo; hoy estoy en la universidad, imbuida con demasiada precocidad en los avatares de la vida adulta. Pero no me quejo, soy feliz. Feliz pese a todo, y pese a todos.

La vida es cambio y avance, fugacidad y lucha. Y yo he decidido hacer de mis palabras un arte.

Gracias por los ánimos, por las palabras de apoyo, por estar. Por todo.



Buenas noches, mundo. Es la hora de los valientes.

lunes, 27 de enero de 2014

¿Las carreras del futuro?

Las carreras universitarias con más futuro según la revista Forbes: Matemáticas, Ingeniería Agrícola, Robótica, Salud y biotecnología...

Titulaciones todas ellas muy necesarias, eso que vaya por delante. Pero me apena comprobar una vez más que las titulaciones de letras vuelven a ser prescindibles. ¿Quién necesita la literatura, la filosofía, el arte...? En un mundo basado en reconocimientos numéricos, cada vez son más los que olvidan el placer de la lectura y la importancia de tener buenos periodistas en el país.

No es que me fíe ciegamente del criterio de la revista Forbes, claro. Pero estoy de exámenes, ando hasta las narices de pelearme con las asignaturas, y esta noticia me ha tocado la moral. Y tenía que decirlo.


miércoles, 22 de enero de 2014

Tipos de profesores

Pues sí. Ha llegado esa fascinante época del año resumida en una palabra inquietante y sinestra:

EXÁMENES.

Pero este año no quiero agobios de ningún tipo, que luego es peor. Simplemente me dedicaré a pasar dos o tres semanas de vida monacal alejada del resto de la humanidad, y que sea lo que tenga que ser. *Suspiro*

Como vivo entre apuntes, libros y demás, la temática académica es la que más se me viene a la cabeza en estos momentos. ¿Y qué está más relacionado con la vida académica que un profesor? Un profesor en condiciones.

*Cri cri cri lejano de un grillo*

Yo creo que para ser profesor hay que tener, sobre todo, mucha paciencia. Muchísima. Ese es uno de los principales motivos por los que yo nunca lo sería. Antes ya pensaba así, pero desde que doy clases particulares, lo tengo más que decidido. De todas formas, hay muchos tipos de profesores, y la condición del alumnado  influye bastante en su proceder. Así, a rasgos generales, podemos encontrar...

1.- El pasota.
Es el típico que suele decir "a mí me da igual que aprobéis o no, porque me van a pagar lo mismo". Muy motivador, si señor. Le da igual ocho que ochenta. ¿Que la clase grita cual jauría de lobos hambrientos? No pasa nada, ya se cansarán. ¿Que un alumno tiene una duda? Que la resuelva con el libro de clase, o que busque en internet... Total... me van a pagar igual.

2.- El extraño.
Aquí hay muchas variedades. Lo mismo te salen con que tienen una colección de veinte calculadoras de la que no paran de presumir continuamente, que te miran de una forma inquietante. Tienen gestos, tics y manías que los delatan, como apuntar sorpresivamente a alguien con el dedo índice o dar golpecitos en la pizarra compulsivamente. Dan un poco de miedo.

3.- El cabrón.
Perdón por la expresión, pero no se me ocurre otra más apropiada. Desde el primer día de clase te dejan bien claro que su asignatura es muy difícil de aprobar. Te quita las esperanzas de salir victorioso del examen, y es capaz de restarte una décima por un fallo minúsculo. Todos lo adoramos, ¿verdad?

4.- El cotilla.
Lo sabe todo de todos: quién está de guardia, la separación del jefe de estudios, que Fulanito ha roto con Menganita y se ha echado una nueva novia, que la de Filosofía se ha comprado un coche... Cuidadito con tenerlo cerca, porque las pilla al vuelo. Es capaz de someterte a interrogatorios de tercer grado dignos del FBI, así, como quien no quiere la cosa.

5.- El misterioso.
Todo lo contrario al anterior. Nos cuesta imaginar su vida fuera del centro de estudio, porque apenas proporciona referencias sobre ello. De pocas palabras, introvertido y escueto, es frecuente verle en lugares apartados, y no suele relacionarse con el resto de profesores. 

6.- El especial.
Sí, todos tenemos a ese profesor que, irónicamente hablando, es especial. A él no le basta con que entregues un trabajo limpio y ordenado, no. Tienes que hacerlo a interlineado doble, grapado y con numeración inferior, con la Arial Black en tamaño 11. O tal vez tienes que borrar la pizarra antes de que entre, para que la encuentre totalmente limpia. O quizás te cambia el nombre y te llama "Encarna" o "José Alfredo" en lugar de tu propio nombre. O suelta expresiones como "eres más hortera que una caja de muertos con pegatinas". Una maravilla.

7.- El loco.
¿El de Filosofía? Tal vez. En mi caso fue el de música. Hablaba solo continuamente, rompía CDs cuando perdía los nervios y nos decía que la culpa de que fuéramos unos futuros delincuentes en potencia era del gobierno. Tocaba la música de los anuncios del Corte Inglés, le molestaba el ruidito del velcro al despegarse y  nos ponía La Bella y la Bestia para sensibilizarnos un poco, porque nos veía caras de bestias pardas. No sé si en realidad ese hombre tenía motivos para estar hasta las narices de mi clase, o más bien estaba un poco trastornado. Quién sabe.

8.- La pija insufrible.
Cada día lleva un modelito distinto. El eco de sus tacones resuena por las escaleras, y las niñas sueñan con tener un vestidor como el suyo algún día. A mí me parece una frivolidad ir a un centro de estudio (y más público) a fardar de las pieles y los abrigos que te compras, pero allá cada uno con sus gustos. Eso sí, la profesora pija de mi instituto se enfadó conmigo un día. Resulta que se puso a presumir de un boli de cristales de Swarovski que le habían regalado, y yo, desde la última fila, comenté con la gente que seguro que era de los chinos. A la tía le sentó fatal, pero el Zas! que le metí me sentó estupendamente.

9.- El troll.
Todos los profesores guardan en su interior un espíritu de troll que sacan a relucir durante el periodo de exámenes. "No, eso no va a caer", suelen afirmar malévolamente. Y luego, cae. Claro que cae, y la cara de pasmado que se te queda no te la quita nadie. Algún día nos las pagarán...

10.- El buen profesor.

Porque, aunque he tenido la desgracia de aguantar a ciertos especímenes de profesores con los que preferiría no haberme topado, también he tenido la inmensa suerte de coincidir con profesores entregados, preocupados por su alumnado, cercanos, amables. Profesores que engrandecen este oficio tan difícil y lo dignifican, que se dejan la voz en cada clase, porque no les importa tirarse una hora entera hablando sin parar. Además, lo hacen con tanta dedicación, que resulta imposible no prestarles atención. Con ellos cualquier asignatura es mucho más atractiva y motivadora, y su cercanía te motiva en los momentos de agobio. Esos son los grandes profesores a los que merece la pena agradecer y recordar.

Y esto es todo. ¿Añadiríais algún tipo más? Seguro que recordáis a ese profe que hizo de vuestros días de clase toda una odisea.

¡Un beso enorme!