“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

viernes, 8 de noviembre de 2013

Alétheia y Onídride


Hace tiempo que no escribo, pero hoy, por fin, la inspiración me ha visitado. Espero que os guste esta pequeña historia con tintes de leyenda que se me acaba de ocurrir y que me digáis que os ha parecido. Vuestra opinión es muy importante para que pueda mejorar. ¡Un beso!

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Alétheia y Onídride eran las guardianas de la esfinge de cristal del Palacio de Mármara. Hijas del mismo padre y de madres distintas, fueron recluidas desde pequeñas en este palacio para recibir una esmerada educación a cargo de Allegra, consejera real del reino de Amphibos, que las instruyó en artes como la esgrima y la literatura, les narró leyendas de reinos desaparecidos y fomentó su curiosidad por las ciencias ocultas.

Alethéia y Onídride eran las únicas que podían custodiar la esfinge, a la que se le atribuían propiedades mágicas. La pieza fue robada en varias ocasiones por alquimistas y hechiceros de las tierras más remotas que habían viajado a Amphibos únicamente para hacerse con ella, pues muchos aseguraban que tenía la capacidad de hacer inmortal a quien la poseyera. El sabio Érathon, valiente guerrero y padre de las dos guardianas, puso a sus hijas al servicio del rey de Amphibos para que ambas, que desde niñas habían demostrado poseer innatas capacidades sobrehumanas, protegieran a la esfinge sagrada que aseguraría la paz y la prosperidad en el reino. Así, pues a la edad de doce años, fueron llevadas ante Allegra para iniciar su labor. 

Onídride

Ambas eran hermosas e inteligentes, pero profundamente diferentes entre sí. Mientras que Alétheia poseía una larga cabellera rubia y unos cristalinos ojos verdes, el pelo de su hermana vestía tintes azabaches y sus ojos eran negros como la noche. Alétheia destacaba por tener un corazón noble y voluntarioso, mientras que Onídride era más osada y ambiciosa. Al cumplir los dieciséis años, Allegra sintió que su labor como institutriz había concluido, y se retiró del Palacio de Mármara, quedando solas en aquel lugar las dos hermanas, ya que no les estaba permitido traspasar las fronteras de su residencia ni tener contacto alguno con el exterior.

Pasaron los meses, y tras ellos los años, uno detrás de otro. Mientras que Alétheia se dedicaba con resignación al cuidado y culto de la esfinge con veneración y practicaba diariamente sus ejercicios espirituales, Onídride parecía haber enloquecido. Pálida y ojerosa, deambulaba por el palacio y en ocasiones se dejaba caer sobre el marmóreo suelo, hastiada y triste. No entendía por qué su padre las había entregado a un destino tan cruel, alejado de cualquier placer o disfrute mundano. Poco después, el cristal de la esfinge comenzó a oscurecerse.

-Se avecinan tiempos difíciles- sentenció Alétheia. -Hermana, necesito de tu ayuda para proteger al reino. Desde que no te dedicas al culto de la esfinge la sombra de la guerra ha comenzado a cernirse sobre Amphibos, y mis fuerzas son insuficientes para hacer frente al mal que nos acecha. 
-Poco me importa la paz, la suerte o ventura del reino. Tan sólo quiero abandonar esta prisión de piedra y ser libre.-respondió con pesar Onídride.

Alétheia no permanecía impasible ante la tristeza de su hermana, pero sabía que el bienestar del reino estaba por encima del suyo propio. Tal era la misión que les había sido encomendada, y habrían de cumplirla. 


Alétheia

Una noche, Onídride terminó por enloquecer completamente. La luna estaba en cuarto creciente, y el viento soplaba con fuerza, tanto, que llegó a romper algunas de las vidrieras de la estancia donde se hallaba la esfinge, sobre un pedestal brocado. En el preciso instante en el que se oyó el impacto del cristal contra el suelo, Onídride sintió a su corazón latir más deprisa y un misterioso impulso se activó dentro de ella. Le había sido negada una vida normal, la oportunidad de ser una joven libre, de conocer territorios más allá de Amphibos e incluso llegar a enamorarse algún día. No eran mayores sus ambiciones, dadas sus circunstancias de reclusión y abandono. Fue por ello que, cegada por su deseo de escapar, acudió a toda prisa a la estancia de la esfinge armada con una ballesta y la hizo añicos. La pieza no era demasiado grande ni tampoco pesada, por lo que no le resultó muy difícil.

Al percibir el estruendo, Alétheia corrió a toda prisa hacia el salón de las vidrieras, pero ya era demasiado tarde. Onídride yacía sin vida sobre un lecho de cristales brillantes, pero sin rastro alguno de sangre. Había roto su promesa de cuidar la esfinge por encima de su vida, y debía pagar por ello, condenando a su vez a su hermana, Alétheia, que se desplomó junto a ella pocos segundos después.

Antes de exhalar el último suspiro, Alétheia tomó la fría mano de su hermana y ambas se transmutaron en una estrella de jade que durante muchos siglos permaneció en el interior del palacio.

Tras lo ocurrido, Érathon peregrinó sin descanso hasta llegar al Palacio de Mármara, sintiéndose culpable y arrepentido por haber entregado a sus hijas a tan fatal destino. Allí permaneció durante el resto de sus días, solo y triste como Onídride un día lo fue, resignado al cuidado de la estrella de jade como Alétheia lo estuviera con la esfinge.

Nadie sabe si murió de tristeza o por el inexorable paso de los años. Lo que sí es cierto es que las noches en que la luna está en su cuarto creciente, de entre todas las estrellas del firmamento, una de ellas, verde como el jade y los ojos de Alétheia, brilla con especial intensidad sobre el Mármara, guiando el sendero de las almas perdidas y alimentando el corazón noble de quienes se vieron obligados a tener una vida totalmente alejada de sus deseos y convicciones para darles aliento y protección en sus noches de soledad y desesperanza.

Y brilló por siempre