“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

lunes, 30 de enero de 2012

Rayos de sol (I)

Primera parte de "Rayos de sol", uno de mis primeros relatos, con el que gané el segundo premio del certamen literario de mi instituto hace dos años. Es especial para mí, porque creo que aunque su esencia sea algo inexperta por la poca pericia de la autora, encierra toda una lección de vida: siempre hay que salir adelante, pase lo que pase.

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Cuando me llamaron por teléfono y me avisaron de que mi hija Elena estaba en el hospital, mi mundo se vino abajo. Ella era lo único que tenía. Mi vida no ha sido fácil: con dieciocho años me fui a estudiar lejos de casa con mi novio, Luis. Mis padres me rechazaron. Me licencié en periodismo. 


Nos casamos y comenzamos la vida en común. Poco tiempo después nació nuestra hija. Sin embargo, la felicidad fue demasiado fugaz. Cuando la niña tenía pocos meses, mi marido murió en un trágico accidente de tráfico que me dejó rota por dentro. A partir de ese momento, me dediqué por entero a sacarla adelante. No fue tarea fácil, estaba en una ciudad desconocida, sin el apoyo de nadie. Apenas tenía amigos y mis padres seguían sin hablarme. Conseguí un buen trabajo en un periódico, y hasta aquella tarde de abril, las cosas no nos fueron demasiado mal. Elena era una niña feliz, despierta y alegre, como su padre. La miraba a ella y creía estar viéndole reflejado en su rostro lleno de pecas. Mi hija era y siempre será la razón de mi existencia. Por ello, aquella llamada del hospital  me partió en dos. Recuerdo que caí de bruces sobre la alfombra, haciendo añicos la fotografía enmarcada que Luis, la niña y yo nos hicimos en el parque.


 Rápidamente, me dirigí a la clínica en taxi y comencé a buscarla desesperadamente. Irrumpí en la sala de espera como un ciclón, y abracé con fuerza a mi amiga Sofía en cuanto la encontré. Ella se había encargado de llevar a la niña al hospital, pues se encontraba en su casa aquella tarde, mientras yo redactaba un importante artículo para el periódico. Presa del dolor y la angustia quise hablar con el médico. De repente, apareció. Era un hombre de treinta y pocos años, alto y atractivo. Pese a lo abrumada que me sentía, algo en sus facciones me hizo recordar, pero en ese momento no tenía tiempo de pararme a pensar, una sola cosa me tenía absorbida: mi hija. El doctor me condujo dentro de la habitación. Rápidamente, abracé a Elena, que estaba dormida. Según las pruebas que le habían practicado,-comenzó diciendo-, mi hija padecía una enfermedad del riñón y necesitaba un trasplante urgente. Rompí a llorar. El facultativo me tendió su pañuelo de tela para que enjugara mis lágrimas. A pesar del llanto me fijé que tenía bordadas las iniciales “A.F.”. Lo miré a los ojos, unos profundos ojos castaños que evocaban en mi interior ciertos recuerdos del pasado. No había duda, el doctor Fernández era una persona cercana y amable. Pese a haberme conocido aquella misma tarde, rápidamente simpatizó conmigo. Me dio varias indicaciones, y salió de la habitación, dejándome a solas con la niña.

Elena estaba muy pálida. Gotas de sudor perlaban su frente, y sin embargo, ya no tenía fiebre. Posé mis labios sobre sus párpados, con dulzura, y abrió lentamente los ojos. Le costaba hablar, pero hizo un esfuerzo, y se dirigió a mí.
—Mamá…
Acaricié su frente y apreté su mano derecha suavemente. Le expliqué con delicadeza lo que le ocurría, y rompió a llorar. La abracé aún más fuertemente, y la atraje hacia mí. Permanecimos un buen rato así.
A pesar de su corta edad, mi hija era increíblemente fuerte y madura. Supo enfrentar la situación con valentía, como yo siempre le había enseñado. Me pidió que no la dejara sola en ningún momento, y yo se lo prometí con decisión. De repente, su rostro se iluminó. Señaló la ventana, y me miró. Me di la vuelta lentamente sin soltar su mano, y sonreí yo también. Una luz radiante acarició nuestros rostros. Cuando Elena era muy pequeña y la llevaba al parque, siempre le decía que su padre estaba dentro del sol y nos protegía. Los días de nublado, ella sabía que no la había abandonado, sólo que las nubes ocultaban al astro del día, pero estaba ahí.


Los meses siguientes transcurrieron entre pruebas médicas y noches en vela. El doctor Fernández se convirtió en un gran apoyo para mí. Durante las guardias nocturnas, acudía a la habitación y me ofrecía unas palabras de consuelo. Decía que mi hija parecía una niña muy especial. Yo notaba que las dos le atraíamos increíblemente, pero no lograba adivinar por qué.
Surgieron donantes en Valencia, Barcelona, Oviedo, San Sebastián, Sevilla… pero ninguno compatible con Elena. La desesperación comenzaba a apoderarse de mí con fuerza, pues no sabía qué hacer. Mi hija se mostraba más serena y optimista que yo. Una tarde, llevaba varios meses confinada en el hospital cuidando de la niña mañana, tarde y noche, fui al parque que solía visitar con Luis. Necesitaba pensar y alejarme de ese lugar por unas horas. Estaba atardeciendo, pero el sol aún se prendía de los columpios y los bancos de madera en un último intento por aferrarse a las horas del día. Anduve lentamente por el césped, y tras dar varias vueltas, me senté en un banco. Saqué la foto de los tres que llevaba en a cartera y se me saltaron las lágrimas. Al sacar un pañuelo del bolso me encontré con el que el doctor me había prestado el día que ingresaron a Elena. Con tantas ocupaciones como había tenido últimamente con mi hija, se me había olvidado devolvérselo.  Lo sostuve entre mis manos durante unos instantes, concentrándome en su bordado. A.F., pero seguía sin recordar. Sumida en mis pensamientos, me apoyé sobre el respaldo del banco y suspiré. En ese momento, apareció él. Me resultó extraño verle vestido de calle, sin su habitual bata blanca, pero ahí estaba, frente a mí, ofreciéndome su mejor sonrisa, como siempre.
Él se sentó, y posó su mano derecha sobre mi hombro. Sabía que había estado llorando. Mis ojos, aunque de un atractivo verde cristalino, estaban completamente enrojecidos. El doctor se dio cuenta de que su pañuelo estaba entre mis manos. Al ir a devolvérselo, me dijo que me lo quedara. Sonreí levemente y asentí en forma de agradecimiento. Bajé la mirada mientras él me miraba. Pasamos mucho rato en silencio.




—Nunca te he dicho mi nombre de pila. Tan sólo conoces mi apellido.
—Cierto. Supongo que nunca te lo he preguntado… ya sabes todo lo que ha pasado.
—Entonces… ¿para ti siempre seré el doctor Fernández?, centró su mirada en un punto a lo lejos.
—No, eres mucho más que eso. —Acaricié su mano. — Me has ayudado mucho durante todo este tiempo.
Me miró nuevamente, y sonrió. —Y tú a mí, más de lo que te imaginas- señaló.
—Me llamo Aitor. Aitor Fernández—continuó.

Aquellas palabras hicieron que me diera un vuelco el corazón. Una idea cruzó mi mente durante una fracción de segundo, pero no… no podía ser posible.