“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

jueves, 11 de agosto de 2011

Ella

Pocos lo entendían. Más bien ninguno lo hacía. No podían comprender la grandísima afición que aquella chica le tenía a las letras. Devoraba libros mañana, tarde y noche. Suspiraba, reía y lloraba durante sus lecturas, y los subrayaba a lápiz de vez en cuando.

Todos la tachaban de rara. Ella no vestía a la moda, ni se dejaba llevar por el qué dirán. Lucía una melena corta y gafas, ropa sencilla y una mochila. Nadie la miraba. Caminaba con la cabeza gacha y el corazón encogido; sabía que era el centro de burlas y bromas, pero no le importaba. Se sentaba en un rincón, abría un libro y dejaba que la atrapara. No quería hablar con nadie, ni dejarse llevar por conversaciones carentes de sentido, infantiles, banales.

Unos días era invisible, otros bastante molestada. Ella se daba la vuelta y escondía sus lágrimas. Escribía pequeños relatos, historias imposibles y sueños casi olvidados. Le bastaba un pensamiento agradable para redactar con esmero lo que su imaginación le dictaba. Guardaba celosamente sus escritos, se ponía la mochila y marchaba. Otro día más.

Pasaron los años, uno detrás de otro, grises, rutinarios y aburridos. Las letras le daban color a sus días, la hacían sentirse querida y arropada. Y así la muchacha creció, soportando penas y librando batallas, pagando condena en aulas castigadas por el polvo de tiza, desvaríos juveniles y broncas de profesores exasperados. Todos seguían sin entenderla, y ella a estas alturas no pretendía que alguien lo hiciera. No valía la pena.

 Un día se preguntó a sí misma si tanto mutismo por su parte era necesario. Quizás ella tenía toda la culpa de estar sola. Era diferente, y ella no había hecho nada por cambiarlo. Probablemente se hubiera unido a esa panda de muchachos y muchachas alocados si se hubiese comportado como ellos. Y entonces, se acordó de aquel artículo de Arturo Pérez Reverte, aquél que tenía por título "Nadie dijo que fuera fácil". Y entonces, sólo entonces, ella se levantó, guardó su libro en la mochila, y comprendió.








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