Fue sólo un segundo. Sintió una extraña y amenazante presión que la impulsaba al fondo, y un cosquilleo interior la hizo estremecerse. De nuevo, sintió que la sangre se le helaba y el pulso comenzó a pausarse. Apenas podía mover la punta de los dedos con un gracioso tintineo que bregaba por devolverla a la vida.
Pero no podía nadar.
Sus cabellos bailaban en el agua, y su cuerpo se tornaba cada vez más níveo y pesado. Apenas quedaba rastro de color en su tez, y sus ojos permanecían cerrados. Y así, quieta y mecida por la ingravidez acuosa, de dejó llevar, sumergida en un mar de recuerdos. Inmóvil.
Y entonces, su corazón volvió a latir.
Divisó una luz en la superficie, y la figura de una joven mujer que acudía a rescatarla. Su reflejo mismo. Cara a cara con su alma. Comprendió que aún la vida corría por sus venas, y que sus ojos aún no habrían de abandonarse a la oscuridad. Decidida, comenzó a despertar su cuerpo de su letargo, y con la convicción de que pronto se hallaría victoriosa, se impulsó a la superficie.
Llegó del mar, se reencontró con la vida y sonrió.
¿Podría haber alguna acción más loable que la de haber vencido a sus demonios y alzarse victoriosa al nuevo día?