“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

domingo, 23 de marzo de 2014

Madeleine

Sigo con mis prácticas de escritura. Aquí, la historia de Madeleine, una bailarina de Lyon con un pasado difícil.


Como cada mañana, Madeleine despertó, se preparó para ir a ensayar y tomó su desayuno. Sus zapatillas, ya muy desgastadas, evidenciaban el paso del tiempo y el esfuerzo de muchas horas haciendo pirouettes sin parar. Sus pies, aún más magullados, habrían de soportar estoicamente otra dura jornada de ensayo que próximamente daría sus beneficios. En dos semanas se estrenaba "La Fille Charmante" en el Teatro Real, y Madeleine sería la primera bailarina. Quién se lo iba a decir, a ella, que once años antes sólo era una huérfana recién llegada a París en busca de un futuro mejor. Su madre, la famosa bailarina Anna Flemant, estaría muy orgullosa de ver el gran logro de su hija.

Llegó al teatro, bajó a los camerinos y se cambió de ropa. Sus compañeras la miraban desafiantes; a ninguna le agradaba la idea de que la más joven de ellas tuviera el protagonismo que una primera bailarina debe tener. Mientras se ponía los leotardos, anudaba sus zapatillas alrededor de sus pantorrillas y se ajustaba la malla tenía que escuchar los murmullos del resto de bailarinas, que deambulaban por el vestidor sibilinas como serpientes, ágiles como gacelas. Mientras la chica sujetaba su recogido con horquillas, una de sus compañeras le lanzó una mirada de desdén que Madeleine pudo observar gracias al espejo. Suspiró, salió de la estancia y se dirigió al escenario. Ensayaron durante todo el día, envueltas en la música de Tchaikovski y en esa atmósfera de envidia que todo el elenco había instaurado. Ni siquiera la música pausada y sugerente de Chopin consiguió apaciguar los ánimos. Madeleine se sentía torpe y cansada. Estaba tan pendiente de las miradas de sus compañeras, que no conseguía concentrarse en sus pasos. 

-Madeleine. Quiero hablar contigo-sentenció Mme. Peiroux, la profesora.
-Usted dirá, Madame -respondió Madeleine tímidamente.
-Llevo días notando que tu actitud no es la misma de siempre. Tropiezas con demasiada frecuencia, no estás pendiente de tus pasos y pareces indiferente a mis indicaciones. No es este el comportamiento que se le exige a una primera bailarina, muchacha.
-Lo lamento de veras, Madame Peiroux. Haré lo posible por cambiar.
-Madeleine... -la profesora acarició su mejilla y cambió su semblante severo por uno más amable- Fui una gran amiga de tu madre, pero si eres la primera bailarina del Teatro Real no es por este motivo, sino porque te has esforzado muchísimo durante todos estos años, trabajando día a día sin descanso. No permitas que un puñado de necias destruyan ese esfuerzo, chérie.

Una lágrima recorrió la mejilla de la joven, pero ella no se esforzó por ocultarla. Sabía que era mucho lo que se esperaba de ella. Todos estaban expectantes ante su debut, quizás porque pensaban que era la viva copia de la gran Anne Flamant. Pero no era así; Madeleine era sólo una chica normal, esforzada y talentosa, con un estilo diferente al de su madre. Muchos la habían comparado con ella desde que era una niña, y hubo de soportar toda clase de comentarios al respecto. Pero, pese a todo, Madeleine no dejó de ensayar ni un solo día.

Cuando llegó a casa, encontró una carta en el buzón. Cuando leyó el remitente, sintió que se desvanecía. Era de André Flamant, su padre. El mismo padre que hubo de partir a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en el año 1915. Todos lo daban por muerto, pero había sobrevivido. Con impaciencia, Madeleine rasgó el sobre y leyó el contenido de la carta.

Mi querida hija:

Imagino tu sorpresa al leer estas líneas, pero de seguro no será más grande que la dicha que siento por haberte encontrado al fin. Han sido muchos años de búsqueda, investigando en miles de orfanatos tu paradero. Llegué a creer que, al igual que tu madre, habías muerto después de la guerra, pero no imaginas lo feliz que me sentí al saberte viva. Madeleine, nada me gustaría más que ir a verte el día del estreno y comprobar si has heredado la belleza y la gracia de tu madre, pero me temo que no va a ser posible. Son tiempos difíciles para un pobre anciano como yo que vive prácticamente recluido en su casa de Lyon. Apenas puedo moverme de la cama, y es Marianne, mi esposa, la única que puede ayudarme. Te ruego que me disculpes por no poder ir a visitarte, y que lo hagas tú tan pronto como te sea posible, pues dudo que este cuerpo ajado y desvalido pueda aguantar un invierno más.
Recibe un abrazo fuerte y afectuoso de tu padre,

                                                                                 André.

Lloró Madeleine, toda emocionada, durante una noche entera. Su padre, al que creía muerto, estaba vivo y deseoso de abrazarla. Sin embargo, eso aún no sería posible. A la mañana siguiente, corrió apresuradamente para contarle la noticia a Mme. Peiroux.

-Mais, c'est incroyable! Me alegro muchísimo, ma petite. Y, en cuanto al viaje a Lyon... Me temo que no voy a poder ayudarte.
El rostro de Madeleine, dichoso y expectante, fue ensombreciéndose cada vez más.
-¿Qué ocurre?
-Verás... las cosas no marchan tan bien como cabría esperar para nuestra compañía de ballet. Llevamos meses ensayando sin descanso para el estreno de la semana que viene, pero hace bastante tiempo que no actuamos en ningún otro sitio, lo sabes bien. A duras penas puedo sustentar a cada una de mis bailarinas, y tampoco podría hacerlo contigo de no ser por la manutención que recibes. Madeleine, no puedo pagarte el viaje a Lyon. Créeme que me encantaría volver a ver a tu padre de nuevo junto a ti, pero no puedo hacer nada.
-No se preocupe, Madame... Lo entiendo.

A pesar de la noticia recibida, Madeleine se esforzó por ensayar durante todo el día con dedicación. Ni siquiera le importaron los comentarios de sus compañeras; ella sabía que tenía que seguir bailando pese a todo. Pero cuánto le costaba girar, y volver a girar, cuando era la propia inercia de su vida la que avanzaba inexorablemente hacia un precipicio de logros en vano y ausencia de cariño.



16 de abril de 1938, día del estreno. El teatro estaba repleto de gente, y las bailarinas se preparaban en sus camerinos para salir a escena. Cubrían sus rostros con polvos de arroz, ornamentaban sus cabellos con horquillas de brillantes y se vestían con tutús de seda y raso. Medeleine llevaba además la medalla de su madre. No podía dejar de pensar en la ausencia de su padre. Cuando se abrió el telón, respiró hondo, se puso de puntillas y dejó que Tchaivoski volviera a mecer sus pasos. Uno, dos, pirouette, uno, dos. El público la miraba maravillado, como si no hubieran visto nada igual anteriormente. El elenco moría de envidia al llegar las ovaciones finales. Madeleine recibió cientos de aplausos, miles de rosas sobre el escenario y tantas otras visitas a su camerino. El estreno había sido todo un éxito, y la joven no cabía en sí de dicha. Sin embargo, el rostro atribulado de Mme. Peiroux la devolvió a la realidad.

-Felicidades, Madeleine, has estado sensacional. Anne estaría realmente orgullosa de tí. 

La profesora la abrazó con los ojos repletos de lágrimas.

-Muchísimas gracias, Madame. Me alegro de no haberla defraudado. Pero dígame, ¿qué le sucede?
-Madeleine, tu padre está muy mal. Lleva unos días bastante enfermo, dicen que es tuberculosis. Debes ir a verlo de inmediato.
-Pero... pero no tengo dinero. Es imposible...
-Hemos recaudado una buena cifra gracias al estreno, eso te permitirá costearte el viaje con creces. No tendrás ningún problema. Parte cuanto antes... Le hará muy feliz volver a verte.

Rápidamente, la chica se cambió de ropa, se desmaquilló, cogió un par de mudas y el dinero que le dio Mme. Peiroux, y cogió el próximo tren a Lyon. Cuando llegó a la dirección indicada, su madrastra, Marianne, le recibió amablemente.

-Pasa, muchacha. Está deseando verte.

Monsieur André se encontraba en una habitación grande, bien ventilada, en la que el silencio sólo se veía interrumpido por su tos ronca y sonora. Aun postrado en la cama, no había perdido el porte y la gallardía de sus tiempos de militar. Madeleine se acercó sigilosamente a él, con la elegancia de una bailarina y la emoción de una hija que va a reencontrarse con su padre. Tardó el anciano varios segundos en reconocerla, hasta que, finalmente, entreabrió sus ojos y la reconoció. Una sonrisa se perfiló en su cara.

-Madeleine... Mi querida Madeleine, ¡eres tú!
-Padre...

Ambos se fundieron en un abrazo que hubo de prolongarse varios minutos, pese a la recomendación médica de que nadie debía acercarse demasiado al enfermo. 

-Tantos años esperándote, sin saber nada de tí... -André comenzó a toser, y Marianne, diligente, recolocó la almohada que tenía bajo su cabeza.
-Padre, será mejor que descanse. -dijo Madeleine, con su mano aferrada a la del buen hombre.
-Madeleine, antes de hacerlo, me gustaría pedirte un gran favor.
-Lo que quiera, padre.
-Hija... no quisiera morirme sin verte bailar. A tu madre le hubiera hecho mucha ilusión verte convertida en toda una primera bailarina.
-Por supuesto que lo haré, padre. Pero... aquí no tengo mis prendas de baile, ni la música.

Marianne sonrió maternalmente, la tomó de la mano y la condujo a la habitación contigua, en la que había un gran arcón repleto de maillots, leotardos, tutús y varios pares de zapatillas. En la pared había varias fotos de Anne Flamant vestida de bailarina, en los mejores años de su carrera. Junto a una de ellas, había una foto de la bailarina junto a André y Madeleine cuando sólo era un bebé. Madeleine la miró emocionada.

-Toda esta ropa era de tu padre. Aunque es muy antigua y está algo deteriorada, creo que podrás usarla sin problema.
-Gracias, Marianne. Sólo quiero hacer feliz a mi padre.

Las dos mujeres quitaron varios muebles del salón principal, bajaron el viejo tocadiscos del trastero y ventilaron la estancia convenientemente. Madeleine se vistió con la ropa de su madre, y Marianne se encargó de abrigar a André y trasladarlo al salón en silla de ruedas. Tomó uno de los discos de Chopin, lo puso en el aparato y le hizo una pequeña indicación a Madeleine para que comenzara. La música invadió la habitación, y la joven se movía al compás, sinuosa y elegante. Marianne había decidido dejar a padre e hija solos. André, maravillado, sonreía y evocaba los tiempos de juventud de su primera esposa, cuando él iba a verla a los ensayos y le regalaba flores de lavanda. Ahora, era su hija la que había tomado el relevo de la forma más digna y entregada posible. Madeleine giraba, le dedicaba sonrisas a su padre y se movía con la gracilidad experimentada de tantos años de trabajo. Cuando la música terminó, se levantó, se dió la vuelta con una gran sonrisa y esperó a escuchar los aplausos de su padre, pero sólo el silencio llenaba el cuarto. El cuerpo de André permanecía inerte sobre su silla de ruedas. Acababa de fallecer, pero al menos había cumplido su gran sueño, y Madeleine se sentía feliz por ello, aunque al mismo tiempo estaba invadida por la tristeza. Se arrodilló enfrente de él, acarició su rostro y dejó descansar su cabeza sobre sus rodillas, como lo hacía cuando sólo era una niña y le leía cuentos en aquella misma habitación.

Después del funeral, Madeleine se despidió adectuosamente de Marianne y regresó a París. Poco después, comenzó a viajar con la compañía por todo el mundo, y llegó a alcanzar un gran éxito. Años más tarde, conoció a Michael, con quien tuvo un largo e intenso romance y un hijo, André. Consiguió fundar su propia compañía de ballet, siempre aconsejada por la experimentada Mme. Peiroux. En su nueva compañía, Madeleine era querida y respetada por todos, y nada quedaba de la envidia que muchos le profesaban en sus inicios. Se labró un gran nombre en el mundo de ballet, y todavía son muchos los que hoy la recuerdan. El día de su última función se retiró satisfecha y orgullosa de todo lo que había conseguido. Sabía que el esfuerzo de muchos años había tenido una gran recompensa. Lo que Madeleine nunca supo es que André no era su padre biológico y, sin embargo, había conseguido devolverle con creces el inmenso cariño que desde niña le había dado.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Particularmente

Es cierto que no suelo hablar mucho en este lugar de mis experiencias personales, pero hay una en concreto que me gustaría compartir, porque forma parte de las muchas cosas que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida.
Algunos de vosotros sabéis que, aparte de estudiar Filología Inglesa, me dedico a dar clases particulares para ganarme un dinerillo. El verano pasado comencé a sentir la necesidad de contar con un dinero propio que me ayudara pagarme mis gastos para no tener que depender de mis padres. Además, quería estrenarme como profesora y conocer de cerca la experiencia de ayudar a un niño con sus asignaturas. Luego de varios meses pegando carteles por el centro de la ciudad sin descanso, me llamó una señora para que le diera clases de Lengua y Literatura a su hija durante los meses de julio y agosto. Esa fue mi primera experiencia, y la verdad es que no fue del todo mal. No tuve ningún problema durante los dos meses que estuve en esa casa, aunque la niña era muy, pero que muy vaga, todo hay que decirlo.

Entretanto, me llamó otro hombre, pero esta vez la oferta era mucho más jugosa. Quería que le diera clases de Lengua, Sociales e Inglés a sus hijos de trece y quince años. Eso sí, tendría que ir todos los días de la semana. La verdad es que la idea de tener que ir a diario no me hacía mucha gracia, pues no sabía si podría gestionar mi tiempo para organizarme en condiciones y poder estudiar y hacer mi vida al mismo tiempo. Sin embargo, justo entonces mis padres empezaron a verse en apuros económicos aún mayores, y me di cuenta de que era necesario que aceptara. Y acepté. Muchas veces me he llegado a preguntar si hice bien o mal, pero el caso es que esa fue la decisión que tomé en ese momento.

Al principio, todo parecía estupendo. El padre de los chicos era muy educado, yo cobraba un dinero que me permitía ayudar en casa y al mismo tiempo pagarme mis cosas, y los niños eran muy majos. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que algo no marchaba bien. Al estar los padres separados, los chicos no contaban con su apoyo, y eso se notaba. Con esto no quiero decir que los hijos de padres separados estén siempre desatendidos, para nada, pero en este caso en particular eso es lo que ocurría. Aunque ambos niños eran buenos y educados, se notaba que les faltaba la presencia de una figura paterna que les escuchara, orientara y animara. Su padre simplemente se limitaba a comprarles regalos carísimos, llevarles a jugar al padel y darles las buenas noches por Whatsapp. Puede que sus hijos le preocuparan, no digo que no, pero puedo asegurar firmemente que a día de hoy yo sé muchas más cosas de ellos, de sus inquietudes y preocupaciones, que él mismo.

Sin embargo, la despreocupación del padre para con los niños no era algo que me afectaba directamente a mi. Yo me limitaba a hacer mi trabajo, nada más. Pero los problemas vinieron cuando este señor traspasó la delgada línea que existe entre la autoridad y la falta de respeto. Me llamaba a todas horas, y me enviaba mensajes kilométricos en los que me culpaba de que sus hijos no aprobaran las asignaturas. ¿Cómo habrían de hacerlo, si no tenían el más mínimo interés por estudiar? Aunque simpáticos y amables, sus hijos eran vagos como ellos solos, y les costaba la misma vida abrir un libro. No me gusta para nada alardear de mis propios méritos, pero es cierto que durante los seis meses que he estado trabajando en esta casa, me he dejado la piel en que aprueben, sobre todo el mayor, ya que empecé a darle clase exclusivamente a él poco tiempo después. Le explicaba la lección con paciencia y dedicación, y eso que la docencia nunca me ha atraído especialmente. Al mismo tiempo, le enseñé a fuerza de muchas tardes de empeño a elaborar resúmenes y esquemas, a ser disciplinado en el estudio, a entender las lecturas, a comprender el verdadero significado de lo que estaba estudiando, y, sobre todo, a valorar el esfuerzo, que es la clave para que alcancemos todo los que nos propongamos a lo largo de la vida. Sin embargo, "mi niño" no estaba por la labor de aplicarse. Se distraía con una mosca, me contaba batallitas sobre los chinos de su barrio y me pedía consejo sobre las chicas de su clase. Sabía perfectamente que lo que pretendía era perder el tiempo para que no diéramos clase, pero poco después me dí cuenta de que había algo más... Él me contaba todas estas cosas porque necesitaba hablar, porque necesitaba comunicarse con alguien fuera del instituto, y sus padres nunca estaban en casa. Durante medio año he sido su profe de Sociales, Lengua e Inglés, pero también he sido su consejera, la persona que le ha escuchado y que le ha explicado muchas cosas sobre la vida que sus padres deberían haberle contado. Asumí funciones más allá de aquellas que me correspondían porque, a pesar de nuestras muchas broncas después de cada suspenso, sabía que él necesitaba ser escuchado y querido. Y también sabía que ese par de zapatillas relucientes recién compradas que reposaban sobre la cama no le iban a dar el cariño y la comprensión que necesitaba.

Pero su padre nunca entendió nada de esto. Si bien la madre trataba de ser comprensiva y amable conmigo, él se esforzó por hacer todo lo contrario. Creía que por el simple hecho de pagarme -una miseria para todo lo que hacía, por cierto- estaba en su derecho de exigirme, manipularme y acosarme siempre que lo deseara. Y me exigía, literalmente, que su hijo aprobara. Yo hacía todo lo que estaba en mi mano, lo puedo asegurar, pero el niño no. Estaba totalmente desconcentrado, no hacía las tareas que le ponía y pasaba la hora y media de la clase mirando a las musarañas, por más que yo tratara de que se centrara. Los que alguna vez le hayan dado clases particulares a un alumno de este tipo sabrán comprenderme. Ahora me he dado cuenta de que ser profesor no es nada fácil, y que tiene un mérito enorme.

Lo cierto es que la extorsión del padre comenzó a convertirse en algo personal. Me hacía sentir infravalorada, inútil, como una marioneta en sus manos. Jamás tuvo en cuenta mis circunstancias personales, y me echó en cara que faltara unos poquísimos días en los que estaba estudiando para mis exámenes de la Universidad y en los que estuve muy enferma. Y digo "muy", porque en esa casa yo me he presentado con gripe, virus de estómago, jaquecas horrorosas y también, por qué no decirlo, con una tristeza muy grande. Porque durante estos meses lo he pasado jodidamente mal por problemas personales, pero cada día, a las cuatro de la tarde, me secaba las lágrimas, cogía fuerzas y me sentaba en la mesita de "mi niño", frente a la ventana, tratando de contribuir en su educación y de intentar salvar las asignaturas a regañadientes.

Durante mucho tiempo pensé en despedirme, pero, ¿cómo hacerlo, si mis padres necesitaban el dinero, si yo misma también lo necesitaba para tomarme un simple café o hacer unas fotocopias? Y aguanté, mucho. Más de lo que debería haber aguantado. Hasta que el padre comenzó a faltarme al respeto de la peor manera, haciéndome encerronas, espiándome para saber si llegaba puntual (jamás he llegado más tarde de las 4 y media), y recriminándome cualquier falta de su hijo que consideraba como mía propia. Llegó a ingeniárselas para echarme sin comunicármelo, haciendo que otra chica fuera a trabajar allí sin decírmelo previamente a mi. Menos mal que otro muchacho que le da clases al hermano pequeño me ayudó, y finalmente nadie me echó. Sin embargo, aquello fue demasiado. Sentí que mi esfuerzo de tantos meses no había servido para nada, porque este señor era incapaz de reconocerlo. Para él yo no soy una persona, sino un robot autómata al que le paga por cumplir sus órdenes. Y no. Soy una chica normal, con sentimientos y con problemas personales, que siempre ha tratado de dar lo mejor de si misma, que se ha dejado la piel en la enseñanza de sus hijos.

Por eso, ayer mismo tomé la decisión de irme, y hoy me he despedido de los muchachos. La verdad es que me ha dado penita, porque ellos no tienen la culpa de que su padre sea así. Ojalá algún día comprendan el valor del esfuerzo, y que el dinero no lo es todo en esta vida, que hay cosas mucho más importantes, como el cariño, el respeto y la superación personal. Que mil camisetas Nike ni chorrocientas videoconsolas superan la satisfacción que se siente al ver que has aprobado ese examen tan difícil... que, finalmente, lo has conseguido.

Puede que mañana mismo se olviden de mi, porque llegará otra pobre muchacha a la que su padre machacará diariamente para que cumpla sus órdenes. Y de veras que lo siento, tanto por los niños como por ella, pero yo ya estoy fuera de este circo. Afortunadamente, no todo ha sido negativo. La relación entre mi alumno y yo ha mejorado considerablemente desde ese primer día en el que no sabíamos muy bien cómo comportarnos, y la experiencia que he adquirido dando clases durante todos estos meses, de lunes a domingo en muchas ocasiones, no me la quita nadie. Ahora me veo más madura, más segura de mí misma y más experimentada. Además, hoy, precisamente hoy, "mi niño" me ha dicho que -¡por fin!- ha aprobado Sociales. Y lo mejor de todo es que lo ha conseguido él solo, porque ha aprendido todo lo que le he enseñado durante este tiempo: él solito se ha sentado a estudiar, ha preparado sus resúmenes y se ha comido ese examen. El progreso que ha experimentado durante este tiempo ha sido muy grande, y el esfuerzo de ambos ha merecido la pena. La satisfacción que siento después de todo es inmensa... y prefiero quedarme con eso. Quizás eso de ser profesora no sea tan horrible, al fin y al cabo. Pero eso de tratar con los padres... ¡peligro! Hay de todo ahí fuera.

No puedo decir que haya sido un placer trabajar con esta gente, pero de lo que sí estoy segura es que, aunque dura, ha sido una experiencia muy importante en mi vida que nunca olvidaré. De eso, padre de mi alumno... puedes estar seguro.