“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

miércoles, 3 de agosto de 2011

Canciones de madrugada

Tenía no más de veinticinco años. Era alto y fuerte. Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes. Le gustaba escribir mientras sus compañeros dormían. Nadie sabía que lo hacía, sólo él. Durante el día, salía a hacer instrucción con los demás bajo un sol de justicia, recibía las reprimendas del Capitán y jugaba a las cartas en la cafetería por las tardes. Por las noches, sacaba una foto de su cartera y se acomodaba en su litera mientras el silencio se adueñaba de la estancia. A veces se lamentaba de haber dejado a Clara sola, de no haberse podido despedir de ella antes de ingresar en el ejército, pero sabe bien que de haberlo hecho quizás no se hubiese ido. Había algo inusual en la forma en que ella le miraba, en sus facciones. Él era capaz de hacer todo cuanto ella le pidiese, tan sólo tenía que mirarle a los ojos. La echaba tanto de menos... pero pronto se reunirían de nuevo. El joven soldado escribía versos para ella, para que no se olvidara de él, para que le sintiera tan cerca como si estuviera a su lado, como si aquellas palabras estuvieran saliendo de su boca en el mismo momento en que ella las leía. Tachaba algunos renglones de cuando en cuando y se quedaba pensativo -lápiz en mano- cuando no sabía muy bien cómo continuar. La luz de la luna iluminaba su escritura y acariciaba sus rasgos, que parecían esculpidos en piedra. Algunas noches las pasaba en vela. Ni siquiera el cansancio de todo un día de instrucción doblegaba el espíritu soñador del muchacho, que noche tras noche plasmaba en varias cuartillas todo lo que sentía por ella. Al día siguiente las introducía en un sobre y las entregaba al correo para hacérselas llegar. Ella nunca respondía, pero él guardaba la esperanza de que las leyera.


Meses después, él recibíó un permiso especial para visitar a su madre y a su hermana pequeña. Sabía que posiblemente se reencontraría con Clara después de tanto tiempo, aunque prefería no hacerse demasiadas ilusiones. Ella no le había escrito ni una sola vez, y su madre jamás la mencionaba cuando hablaban por teléfono. Una vez acomodado en su casa, el chico preguntó por ella. La mirada de la madre se ensombreció, y la hermana salió del cuarto. Clara se había casado con otro muchacho, con un apellido respetable y una fortuna envidiable. Su familia la había obligado a hacerlo, y durante algún tiempo, impidieron que las cartas de Clara llegaran a su verdadero amor. Ella pensó que él se había rehusado a responderle porque ya no la quería. Dejó de comer y permaneció encerrada en su habitación durante meses. Enfermó, y poco después, harta del maltrato de su marido y el supuesto rechazo de su enamorado, decidió que un abrecartas pusiera fin a su sufirmiento con un corte profundo. Nada se pudo hacer por ella.


El joven creyó enloquecer al conocer la triste realidad. La idea de una posible venganza cruzó su mente durante varios días, pero su madre y algún que otro amigo impidieron que cometiera una locura. Deambulaba por las calles, solo, como un perro abandonado. La gente le oía murmurar y llamar a Clara desconsoladamente. Sólo la luna le acompañaba. Una noche se dirigió al cementerio. Encontró el lugar donde ella reposaba luego de un buen rato de búsqueda. Dejó unas flores y varias cuartillas atadas con un cordel sobre la lápida, y se juró a sí mismo no regresar a aquel lugar nunca más. 

-Quizás... quizás si me hubieras esperado... - se lamentaba. Comenzó a sollozar.- Quizás, si me hubieras esperado, podrías escuchar lo que escribí para tí. He venido a traerte tus canciones de madrugada.